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Durante el siglo XIX, para una mujer era prácticamente imposible lograr un grado académico. Matilde Montoya tuvo que obtener un permiso especial de Porfirio Díaz para que la dejaran presentar su examen de titulación en medicina en 1887, pero no estaba sola haciendo historia. Allí estaban otras mujeres dispuestas a filtrarse por los reducidos espacios de instituciones como la Escuela Nacional de Medicina, donde los hombres mantenían un coto de poder absoluto.
Esther Luque viajó desde Pachuca dispuesta a estudiar de otra forma las propiedades curativas de las plantas. Fue la primera farmaceútica y la primera profesora titular de la Escuela Nacional de Ciencias Químicas a principios del siglo XX. Se dice que siempre llegaba con un ejemplar vegetal listo para triturarlo y obtener un extracto. Desde la morfología de las hojas y flores de unas solanáceas hasta la identificación de la belladona, su trabajo era compartido y respetado por sus alumnos.
Paso más de un siglo y durante ese tiempo los nombres de otras mujeres se convirtieron en piezas clave de la historia de la ciencia en México, como María Elena Caso (1915-1991), recordada por su trabajo en el estudio de equinodermos (animales marinos como las estrellas de mar) y por convertirse en pionera en el estudio de la biodiversidad marina en México. Helia Bravo Hollis se convirtió en un importante pilar de la botánica contemporánea. La fundadora del Jardín Botánico de la UNAM fue la primera en hacer estudios de las cactáceas mexicanas.
La veracruzana Alejandra Jáidar Matalobos, figura fundamental en el área de física nuclear fue la primera graduada en este campo y su interés por la divulgación la hizo iniciar el programa editorial “La ciencia para todos”, del Fondo de Cultura Económica. Mientras llegaba a México en 1942 Paris Pishmish, astrónoma turca que se encargó de formar a toda una generación de astrofísicos.
Historias sin concluir
En la actualidad, las cosas han cambiado en algunos aspectos. El 64% de la matrícula de la Facultad de Medicina de la UNAM está conformada por mujeres, y la Facultad de Química también ha dado el giro para convertirse en un espacio predominantemente femenino. Precisamente en esta última área del conocimiento está la doctora Ana Sofía Varela Gasque, investigadora del Instituto de Química y quien fuera nombrada en 2019 como una de las 15 jóvenes científicas prometedoras internacionales (International Rising Talents) por la Unesco y la Fundación L'Oréal.
En su laboratorio estudian reacciones químicas que permitan transformar el CO2, un gas de efecto invernadero y el principal culpable del calentamiento global, en compuestos que sirvan como precursores para la industria química. La doctora Varela cuenta que la pasión por la química se instaló desde su historia familiar al ser criada por padres que compartían esta profesión.
Varela agrega que, sin embargo, no se necesita tener una historia familiar vinculada a la ciencia para buscar ver el mundo a través de ella y el ejemplo es ver cómo en la licenciatura predominan las mujeres; sin embargo, a nivel maestría, las cifras se igualan y en el doctorado la cifra de mujeres se reduce drásticamente. Finalmente, cuando se habla del número de investigadoras, los números se reducen a un tercio.
“Esto deja claro que nos interesa la ciencia, pero hay algo que va a sacando a las mujeres de la carrera científica”. Ese algo en realidad no es un misterio, las tradiciones familiares vinculadas a la mujer como principal encargada del cuidado de los hijos deja muchas historias inconclusas . “Un estudio de posgrado significa estar trabajando en un laboratorio cuatro años y es un momento en que muchas mujeres tienen la disyuntiva de si siguen una carrera científica en un doctorado o si eligen la maternidad”.
“Es una decisión difícil porque la mayoría de los tutores ve la decisión de la maternidad como una irresponsabilidad”. Para Varela, un aspecto muy importante a considerarse en políticas públicas es que las becas de posgrado empiecen a considerar un tiempo de maternidad e incluso de paternidad.
“Deberíamos pensar esta labor como algo equitativo y, en este sentido, también los estudiantes de posgrado tendrían que contar con el derecho de tener a sus hijos en estancias infantiles de las instituciones universitarias”.
Por otra parte, en su laboratorio en el Instituto de Biotecnología de la UNAM, la investigadora Alejandra Bravo también ve en las preguntas un detonador de ciencia. “Mientras más preguntas hagamos desde muy pequeñas, vamos a ser capaces de ir desarrollando más cosas útiles para las poblaciones: medicamentos, instrumentos. Hay muchísimos campos donde se requiere la ciencia experimental para resolver problemas cotidianos y hay que entusiasmar a las niñas con estas ideas”. Su laboratorio se ha especializado en una superfamilia de bacterias que producen proteínas para matar insectos que terminan en plagas agrícolas o en transmisores de enfermedades para humanos.
Para Bravo, el reto que hoy tienen tanto hombres como mujeres que hacen ciencia es el apoyo económico que está disminuyendo drásticamente y que puede provocar la pérdida de generaciones enteras de científicos mexicanos que después de concluir estudios muy especializados no obtienen trabajo en el país porque la ciencia no está creciendo.
El impenetrable techo de cristal
La Doctora Lucía Ciccia, investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG) de la UNAM, señala que desgraciadamente no ha habido un cambio cualitativo, pues puede haber más niñas y mujeres interesadas por las disciplinas científicas, sin embargo el patrón de los requerimientos siguen siendo de exclusión por diversos motivos.
Considera que si bien no hay un impedimento para entrar a estos ámbitos, como lo era durante el siglo XIX, prevalece otro tipo de barreras en las que también es muy importante trabajar como sociedad. “También hay impedimentos simbólicos, valores para entender lo que se considera ‘buena ciencia’”, señala, enfatizando que valores como la objetividad y la neutralidad están asociados al género masculino, mientras que en lo femenino está lo subjetivo y emocional.
Para Ciccia, este tipo de valores sutilmente construyen inclinaciones como que se crea que las mujeres no pueden hacer ciencia porque no hay las capacidades de objetividad necesarias que requiere la labor científica. “Para hacer ciencia tienes que poseer ciertas aptitudes y pareciera que a partir de la genitalidad se convirtieran en impedimentos, pues la vagina está asociada a la obstrucción de conocimientos en ingeniería, informática, etcétera”.
Ciccia dice que no hay elementos científicos para considerar que, por ejemplo, el cerebro realmente tenga capacidades diferentes dependiendo del sexo. “Hay varias líneas de trabajo que demuestran que en los cerebros no hay diferencias, hay plasticidad en todos”. Para ella, lo que sí hay es la posibilidad de aprender estereotipos de género, diferencias socialmente construidas que avalan valores incluso en la forma en que se diseñan los objetivos de investigación.