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Es impresionante cómo los mayores fraudes se pueden hacer completamente a la vista del público. Como en aquella estafa callejera de “dónde quedó la bolita”, en la que una persona de habilidosas manos esconde una esfera debajo de uno de tres conos, que después mueve y mueve sin que los apostadores puedan percatarse de cómo la canica desaparece entre sus dedos y reaparece después bajo el cono inesperado.
Es el caso de la llamada “rifa del avión presidencial”, que es una más de esas “aventuras de la imaginación” latinoamericanas tan inigualablemente bosquejadas por el escritor Gabriel García Márquez.
Había una vez una república tropical, llamémosla Macondo. A su presidente, el segundo mejor del mundo, según su propia y ruborizada confesión, se le ocurrió vender el avión que le habían heredado sus predecesores en el cargo. Y es que el avión resultaba 100 veces más útil para su propaganda política que en el aire. Fue así que lo estuvo ofreciendo a un precio imposible de alcanzar en el mercado. Durante 13 meses nadie lo quiso adquirir. Desconcertado reunió a su corte y nació una genial idea:
“Ese avión, que ya es del pueblo, se lo podemos vender al pueblo”, exclamaron al unísono. Para eso, el pueblo le tendría que entregar 130 millones de dólares (2,750 millones de pesos) comprando boletos de la lotería. Se felicitaron todos con palmadas en la espalda.
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La idea era tan grotesca, incluso para los parámetros de ese presidente, que en el camino se transformó. En lugar de sortear el avión, se rifaría dinero y la ganancia se le daría a la Tesorería. Todos los historiadores saben que la demagogia es como la energía: nunca desaparece, sólo se transforma. Por eso los boletos fueron decorados con una fotografía del famoso avión, aunque la ganancia teórica de la rifa no fuera a alcanzar ni siquiera para cubrir un tercio de su supuesto valor. Era un win win fantástico: el pueblo estaría distraído con la ilusión de una rifa, un sorteo en el que al comprar un billete se estaría “haciendo historia”, y el gobierno… pues se quedaba con cierta ganancia y además con el avión.
La rifa se realizó y son notables las siguientes cinco irregularidades:
En primer lugar, las ventas. De 6 millones de boletos se vendieron realmente sólo 3,865,800 ya que un millón de boletos se le entregó al Insabi. Las ventas representan entonces sólo el 64.4% del total de boletos emitidos, lo que equivale a 1933 millones de pesos (cada boleto costó 500 pesos). Pero 100 premios de 20 millones suman 2000 millones, así que en esta rifa se obtuvo menos por las ventas que lo que se iba a entregar en premios. Además, como los gastos por comisiones son del 10%, la diferencia neta entre ingresos y egresos es de 206 millones de pesos. Una rifa en donde los ingresos son menores a los costos es un desastre, en cualquier parte del mundo.
En segundo lugar, los boletos no vendidos. Resulta que el gobierno pudo transformar una pérdida segura en una modesta ganancia aprovechando que boletos no vendidos podían ganar premios. Como los boletos no vendidos en esta rifa representaron 35.6% del total, fue por eso que cayeron exactamente 37 de los 100 premios en esos boletos sin comprador (24 premios de boletos no vendidos a nadie y 13 premios de boletos no vendidos pero asignados al Insabi).
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En tercer lugar, la legalidad. En cualquier país democrático, los parlamentos asignan presupuestos que van etiquetados para servicios o acciones gubernamentales especificas. No se puede desviar dinero hacia rifas, nada más porque lo decida el presidente. Por eso precisamente se abolió la infame partida secreta. Pero ahora pareciera que ya todo el presupuesto fuera una novedosa partida secreta y el gobierno mismo se compra boletos de lotería para aparentar que una rifa con pérdida ha sido una exitosa idea.
En cuarto lugar, los sindicatos. Como los boletos de la rifa no se vendían, los empresarios fueron convocados a una famosa cena de tamales, donde se les extorsionó (claro que poniéndoles enfrente la zanahoria de futuros contratos) para que adquirieran el 50% de los boletos de la rifa. Obtuvieron solamente 42 de los 100 premios, lo que deja entrever que hubo otros magnates que aportaron el resto para alcanzar el 50% de boletos vendidos. Esos magnates adicionales no son otros que “sindicatos” cuyo nombre no se ha dado a conocer, pero podemos intuir (sindicatos petrolero y minero). Esos sindicatos ganaron 5 premios, que sumados a los 42 premios de los empresarios representan 47 premios correspondientes, posiblemente, a casi 50% de los boletos vendidos. ¿Pero cómo es posible que sindicatos usen las cuotas de los sindicalizados para comprar boletos de lotería?, ¿no es ésta una magnifica oportunidad para cualquier líder sindical corrupto de “lavar” varios millones de pesos? Para ganar cinco premios, esos sindicatos deben haber comprado el 5% de los boletos, es decir gastaron 150 millones de pesos para obtener 100 millones en premios. Un pésimo negocio para los trabajadores de esos sindicatos, pero un gran negocio para aquellos líderes que se quedaron con boletos.
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En quinto lugar, el pueblo. Si sólo el 64.4% de los boletos se vendió, y los empresarios junto con los magnates sindicales compraron el 50%, la población en general adquirió apenas el 14.4% de los boletos, menos de la sexta parte. El pueblo simplemente no está para loterías en la actual situación económica y de salud.
No importa nada de eso. Después de la rifa, el presidente de Macondo clamó victoria, se burló de sus críticos y uno de sus cortesanos les recomendó salir del país. Fue tal el supuesto éxito que se acordó repetir la rifa anualmente.
Al cabo de los años, el avión presidencial resultó una bendición para las finanzas públicas. Cada 15 de septiembre se siguió rifando a la vetusta aeronave cuyo valor quedó cubierto más de varias veces. Ni el petróleo pudo llegar a competir con las ganancias de la rifa anual del avión presidencial de Macondo.