Hace 25 años, la microbióloga caraqueña María Gloria Domínguez Bello comenzó a hacer estudios con comunidades indígenas.
La experiencia ha sido muy reveladora. Y no sólo en términos científicos.
Al hablar sobre sus incursiones en la selva sudamericana es evidente su entusiasmo y su agradecimiento con las poblaciones que le han permitido a ella y a sus colegas entrar para conocer cómo viven.
"Tenemos mucho que aprender de ellos", dice con admiración.
En un artículo que escribió para la revista Cell en 2016 Domínguez ofreció algunos detalles de una visita que hicieron, hace varios años, a un poblado.
El primer día se concentraron en la presentación formal del equipo de investigadores ante los líderes y la comunidad, quienes habían aprobado su llegada con anticipación, y en comunicarles su objetivo.
"Ellos están familiarizados con los gusanos intestinales, algunos de los cuales son visibles. Les explicamos que hay una vida diminuta más pequeña que los gusanos: microbios en español y portugués, en el intestino, la boca, la piel, la vagina, unos pocos dañinos, pero en su mayoría buenos y que todavía no entendemos su función".
"Les hacemos saber que los pueblos tradicionales como ellos parecen tener un conjunto de microbios más diverso que el nuestro y que queremos entender por qué".
El fascinante recorrido en busca de esa explicación se lo contó a BBC Mundo.
El dilema entre estudiar medicina o biología no duró mucho: para estudiar la primera carrera en la Universidad Central de Venezuela había que esperar un año, mientras que la segunda, la podía comenzar de inmediato en la Universidad Simón Bolívar.
Domínguez no quiso esperar y con el tiempo quedó cautivada con el microbioma o microbiota, que son los microorganismos que viven en el cuerpo humano.
Hizo una maestría en nutrición y un doctorado en microbiología en la Universidad de Aberdeen, en Escocia.
Trabajó en el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas desde 1990 hasta el 2002, año en que partió hacia la Universidad de Puerto Rico para enseñar.
En 2012, decidió irse a Estados Unidos, donde vive. Ejerce como profesora de bioquímica y microbiología de la Universidad Rutgers.
Allí, lidera el laboratorio que lleva su nombre y que se enfoca en la evolución conjunta de la microbiota y el huésped, y el impacto en esa dinámica de las prácticas del estilo de vida occidental.
"La búsqueda de microbios me ha llevado a viajes a través de los intestinos de roedores, rumiantes, pájaros y humanos , a través de sabanas y selvas en América del Sur y, más recientemente, en África", contó en el artículo de Cell , que tituló: A Microbial Anthropologist in the Jungle (Una antropóloga microbiana en la selva).
Y es que, según le explica a BBC Mundo, su enfoque como microbióloga de poblaciones humanas ha sido muy antropológico.
"Mucho más que estudiar enfermedades, las preguntas que me hago son: ¿por qué tenemos esto? ¿de dónde vino esto? ¿cuándo adquirimos esta simbiosis?"
Uno de sus proyectos de investigación está enfocado en el microbioma de pueblos aislados. Estudia microbiotas que no han sido afectadas por factores como los antibióticos, las cesáreas o el exceso de limpieza.
Su carrera como investigadora comenzó en 1982, cuando era universitaria en Venezuela.
En ese país ha estudiado diferentes comunidades indígenas como los piaroas, los guahibos, los yekwanas, los waraos y los yanomamis.
"Los primeros estudios fueron nutricionales y los hicimos en colaboración con antropólogos", cuenta.
"Estudiábamos poblaciones de diferentes etnias cerca de Puerto Ayacucho, la capital del estado Amazonas, en Venezuela".
El interés inicial era comprender su dieta, pero pronto surgió otro: "¿Cómo es posible que estas personas tengan tantos parásitos y sean asintomáticos?"
Así, cuenta, comenzó a cuestionarse: "¿No será qué evolucionamos para tener parásitos y cuando se salen de control nos enfermamos?"
Y es que muchos de los individuos que estudió en esas comunidades, "casi la totalidad, tenía protozoarios diversos".
"Encontramos que su estado nutricional, por lo menos en las poblaciones tradicionales indígenas, era excelente".
"La naturaleza les provee la dieta en abundancia, cultivan en sus jardines y van al río".
La situación cambia dramáticamente para muchos indígenas que se trasladan a los centros urbanos: "A medida que se mueven a las ciudades, ves el otro extremo: obesidad y malnutrición".
También "quería entender cómo son las microbiotas asociadas a la pérdida de la dieta tradicional y a la transición a dietas mucho menos saludables, altas en grasas y en carbohidratos, sin fibra".
Sus estudios con algunas poblaciones indígenas reflejan una notable diversidad de microbiota entre sus miembros.
En las comunidades más remotas, cuenta, han podido obtener, de sus integrantes, muestras de diferentes partes del cuerpo (piel, nariz y boca), tomadas con hisopos.
"En las heces de los yanomamis muy aislados hay casi el doble de la diversidad bacteriana que la que tenemos nosotros".
En 2015, Domínguez publicó, con otros 22 investigadores, el artículo The microbiome of uncontacted Amerindians (El microbioma de los amerindios aislados), en el que presentó los resultados de un estudio con una pequeña comunidad yanomami venezolana "sin contacto previo documentado con personas occidentales".
"En 2008, una aldea no cartografiada fue avistada por un helicóptero del ejército y una misión médica (enviada por las autoridades) aterrizó allí en 2009", indica el documento.
Conscientes de su aislamiento, solo uno de los autores, el doctor Óscar Noya, estuvo en el lugar.
Se trata de una comunidad de cazadores y recolectores, sin agricultura ni domesticación de ganado, que aceptó participar en la investigación.
"El comercio se evidenció por la presencia de machetes, latas o ropa que comúnmente se intercambian por flechas con otros yanomamis".
"La edad de las 34 personas (que participaron) oscilaba entre los 4 y los 50 años, según lo estimado por trabajadores de salud yanomamis del equipo médico".
Tras analizar su "microbioma bacteriano fecal, oral y cutáneo", Domínguez y su equipo encontraron que "albergan un microbioma con la mayor diversidad de bacterias y funciones genéticas jamás reportada en un grupo humano".
Pese a su aislamiento y "sin exposición conocida a antibióticos, albergan bacterias que portan genes funcionales de resistencia a los antibióticos, incluidas las que confieren resistencia a los antibióticos sintéticos".
Aunque los autores reconocían que el tamaño de la muestra era pequeño, destacaban que los resultados sugerían que "la occidentalización afecta significativamente la diversidad del microbioma humano".
En nuestra entrevista, la microbióloga evocó los resultados de ese estudio.
"Es fascinante", dice. "Ves el gradiente de urbanización clarísimo": a medida que la gente adopta el estilo de vida industrializado y vive en ciudades, adopta "muchísimas prácticas" que son antimicrobianas.
Y no sólo se trata de hábitos de higiene, sino del consumo de antibióticos, del uso de sustancias antibacterianas y de conservantes.
"Las latas no se pudren porque están llenas de inhibidores de microbios".
"En esta cultura de dietas procesadas y conservadas, hay mucho antimicrobiano que también nos estamos comiendo".
"Todas esas prácticas modernas parecieran estar causando una pérdida de la diversidad (de la microbiota) y con eso se pierden funciones".
"Paralelamente hay asociado un aumento en enfermedades inmunes y metabólicas con los estilos de vida modernos, urbanos, y pensamos que las dos cosas están unidas causalmente".
"Estamos perdiendo funciones importantes que la microbiota tiene y si ese impacto sucede muy temprano en la vida, lleva al mal desarrollo, a la mala educación del sistema inmune y del sistema metabólico".
Advierte que determinar la causalidad en humanos es muy complicado y hacer ensayos clínicos con personas es muy costoso. Por eso, el primer paso ha sido experimentar con ratones.
La experta señala que en las comunidades remotas, que son pueblos muy pequeños, no hay agricultura ni sistemas de producción con animales y eso tiene un efecto directo.
"Las aldeas de la selva tienen sus propias plagas, pero a menos que se introduzcan por contacto con extraños, carecen de nuestros patógenos infecciosos comunes, las bacterias relacionadas con la agricultura (E. coli virulenta, Salmonella) o los virus zoonóticos (influenza, VIH)", había escrito la experta en el artículo de 2016.
Y eso lo recordó durante nuestra conversación: "Te das cuenta de que un montón de nuestros patógenos gastrointestinales, la mayoría, vienen de nuestros sistemas de producción de carnes y aves".
Convivir con comunidades indígenas también le ha permitido conocer los hábitos de limpieza de algunas de ellas.
"Se bañan muchísimas veces al día en el río, los niños se la pasan metidos en el río".
"No usan jabón, pero es que para estar limpio te das cuenta de que realmente no necesitas usar jabones".
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"Típicamente, cuando nosotros llegamos, en los primeros días usamos yodo: una gota por litro de agua".
"Para el día cuatro, no sabemos dónde lo dejamos. En lugar de ir al río, que queda lejos, terminamos consumiendo el agua que tienen ellos almacenada".
"Todos los niños de la comunidad juegan con esa agua, meten las manos ahí, algunas veces las manos tienen heces, pero nadie tiene patógenos que transmitir, en parte porque no hay los E. colis de la vacas, la salmonela, no hay patógenos de origen zoonótico y al final terminamos todos bebiendo de esa agua".
"Si vamos a estar tres semanas, no vamos a ir al río a buscar agua cada rato y nadie se enferma".
"Esa ha sido una gran enseñanza", dice.
En algunas comunidades, cuenta Domínguez, "dan un mes de permiso postnatal a ambos padres y después la madre se viste con su bebé y se va a trabajar. Primero, lo lleva en el pecho y después atrás".
"Esa mujeres hacen un tremendo ejercicio con un peso encima y tienen posturas correctas. Se acuclillan, una posición muy sana".
Las familias "no se sientan a comer tres veces al día, como nosotros. Típicamente se reúnen en la noche y comen juntos para conversar".
"Durante el día hay una picadera permanente. Comen un cazabe, después un cambur (banana), después otra fruta. Tienen unas piñas para morirse de buenas", dice con una sonrisa.
"Si estás comiendo fruta y cazabe todo el día pasas el día sin hambre".
"Luego, en la noche, está la sopa de pescado con tubérculo o si hay cacería, carne roja, pero lo que comen de carne roja es como una albóndiga, literalmente, cada semana. Esa es la porción y con suerte dos veces a la semana".
"Van a cazar y cuando regresan pican la presa y lo que toca por persona, porque la comparten con la comunidad, es una albóndiga".
"Es una dieta supersana. No es una dieta vegetariana, pero realmente es excepcional comer carne roja. Pescado comen todos los días en la sopa".
"La olla está hirviendo permanentemente, le echan agua, sacan el pescado, se lo comen, meten otro pescado y así siguen".
"Es muy interesante ver cómo no tienes que estar usando jabones y detergentes".
"Nosotros hicimos un experimento y nos estudiamos nosotros mismos, los siete visitantes. Dejamos de usar champú, jabón, pasta de dientes, pero no renunciamos al cepillo de dientes".
"Nos dijimos: ¿cuánto estamos dispuestos a renunciar, sobre todo a las sustancias, a los químicos?"
Un par de científicos, cuenta, hasta dejaron de usar las botas y andaban descalzos. "Después se sacaron las niguas (organismos diminutos)".
"No llegué a comer gusanos", cuenta, pero dos de sus colegas sí lo hicieron.
"Queríamos estudiar lo siguiente: si te incorporas en su dieta enteramente y dejas de usar champú, detergentes, jabones y cremas ¿cuánto cambia tu microbiota?"
"Nosotros no nos acercamos a la microbiota de los pobladores, pero había dos niños, de cuatro y seis años, que eran hijos de dos médicos, que sí aumentaron su diversidad y se acercaron".
"Eso fue un estudio muy pequeño, un estudio piloto, pero abrió la posibilidad de preguntarse: ¿hasta cuándo dura el desarrollo de la microbiota humana?"
Y es que se cree que en los primeros años de vida se ensambla la composición del microbioma intestinal que persistirá durante la edad adulta, cuando ese ecosistema alcanza un estado de equilibrio.
Un estudio en el que Domínguez fue coautora analizó las microbiotas de un grupo de individuos y halló que después de los tres años de edad ya no se podía distinguir a los niños de los adultos.
La diversidad de microbiota óptima en cada órgano es diferente. Por ejemplo, la del intestino es distinta a la de la piel o a la de la vagina.
"La diversidad óptima es aquella en la que el órgano funciona mejor".
"Nosotros pensamos que ellos llevan una dieta y un estilo de vida con mucho menos perturbaciones antimicrobianas que nosotros y además tienen unas dietas que alimentan más a sus bacterias".
"Comen más de 100 gramos de fibra al día y nosotros (en la sociedad industrializada) consideramos que 30 gramos al día es una dieta alta en fibra. Cuando vas allá y ves el cazabe, eso es pura fibra. Comen un montón de frutas, tienen una ingesta de fibra tremenda".
"La fibra es alimento para las bacterias, no para uno", lo cual genera una condición antiinflamatoria.
Y es que los ácidos grasos volátiles, sobre todo el butirato, que producen las bacterias presentes en nuestra microbiota intestinal, son antiinflamatorios.
"Necesitas toda una diversidad para poder hacer las diferentes funciones en el tracto digestivo".
"Si pierdes esa diversidad por el repetido uso de antibióticos, probablemente estás afectando las funciones de ese ecosistema en el intestino, estás alterando las señales entre las bacterias y tus células intestinales, entre las bacterias y tus células inmunes. Perturbas el ecosistema".
"Pensamos que está habiendo una degradación de la diversidad microbiana que es importante para la salud humana y que al perder esa diversidad en la microbiota estamos perdiendo funciones también".
"Nosotros tenemos mucho que aprender de la gente que mantiene estilos de vida tradicionales, tenemos que entender por qué esos estilos son saludables".
Domínguez también ha estudiado el helicobacter pylori, que es un tipo de bacteria presente en el estómago.
Aunque inicialmente se le consideró un patógeno gástrico humano, causante de úlceras pépticas y cáncer gástrico, "más tarde también quedó claro que es una flora normal, que juega un papel en la regulación de la secreción de ácido, hormonas y en la inmunidad moduladora", escribió la experta en uno de sus artículos científicos.
¿Y cómo llegó a América? La bióloga cuenta que una investigación apuntaba a que el helicobacter había llegado a América a través de los españoles, pues en los estudios que se hicieron en algunas ciudades latinoamericanas se detectaron cepas europeas.
"El helicobacter ha evolucionado con la humanidad desde siempre, a tal punto de que por el helicobacter que tiene una persona, al secuenciarlo, puedes saber si esa persona es europea, asiática o indígena sudamericana, por ejemplo".
"Es un marcador de las migraciones humanas", dice.
Por eso, junto al equipo de investigadores, se planteó que "si los ancestros de nuestros indígenas son asiáticos, mongoles, ellos deberían tener el helicobácter asiático y esa fue otra razón para meternos en la selva".
"Y, en efecto, la prevalencia en la selva del helicobácter en adultos es sobre el 90% y las cepas que cargan son asiáticas".
Con el tiempo, cuenta Domínguez, "nos fuimos moviendo a comunidades más y más remotas y hemos terminado junto a equipos asociados con programas de salud".
Sus estudios siempre cuentan con los permisos de las comunidades y las autoridades de los países donde se hacen y siguen estrictas regulaciones éticas.
"Me encantan las salidas de campo", dice, aunque reconoce que realizar las investigaciones tiene sus complejidades.
"Te imaginarás la cantidad de permisos que hay que sacar para poder traer las muestras a Estados Unidos y secuenciarlas. Hay muchas limitaciones con ellas, pero tenemos la autorización para estudiarlas".
Quiere continuar con un proyecto con comunidades en la frontera entre Venezuela y Brasil, en el estado Bolívar.
"Hemos establecido contacto con estas comunidades, estamos estudiando gradientes de urbanización muy estrechos".
"Esta vez no es desde la comunidad que vive en la selva en churuatas, en chozas, al pueblo, sino comunidades que están en la selva, en las que nadie tiene economía de mercado ni dinero, en las que todos viven de la naturaleza, la pesca, la caza, de sus jardines, de su siembra".
Algunas han tenido exposición a medicinas, por ejemplo, las que tienen pista de aterrizaje cuentan con una medicatura.
Domínguez evoca que tanto ella como sus colegas establecieron relaciones con varias de las comunidades visitadas.
"Después de ir repetidas veces, ya nos conocían, se creó una confianza mutua".
Y con cada estudio, regresaron a presentar resultados.
"La idea para nosotros siempre ha sido: lo que aprendemos de ellos se los contamos porque tienen muchísimo que enseñarnos".
"Les decimos: 'Ustedes pueden optimizar la salud, nosotros hemos cometido muchos errores, son ustedes los que tienen que entender por qué la dieta y la actividad física que tienen es la apropiada'".
"Al final nos damos cuenta de todo lo que hemos irrespetado a la naturaleza y las consecuencias que podemos pagar", reflexiona.
"Los indígenas son tremendos líderes. Conversan sobre su futuro y el de sus hijos y lo que, en general, preferirían es contar con la tecnología y quedarse en sus comunidades porque sienten que son los guardianes de la selva. Y lo son".
"Pero también quieren tener las ventajas que ofrece la medicina y las comunicaciones".
Sin perturbar su cultura, "hay que encontrar una vía sostenible de conseguirlo", indica la microbióloga.
Y es que, como reflexionó en otro artículo científico: "Los mismos pueblos cuyos microbiomas pueden contener pistas cruciales para los avances médicos del mañana siguen pagando el enorme precio de enfermedades infecciosas mortales históricas, ahora curadas o prevenibles con la medicina occidental y las vacunas".
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