El partido del oficialismo en México ganó una victoria contundente en las urnas, a pesar de representar un gobierno que se mostró incapaz de cumplir con la función fundamental del Estado: asegurar la paz y la seguridad. Lejos de custodiar el Estado de derecho, el régimen de López Obrador se dedicó a construir un “estado de chueco”, como lo ha llamado Arturo Damm, en el que no se protege de manera efectiva los derechos más básicos: la vida, la libertad y la propiedad.

En este contexto, existen tres áreas particularmente sensibles en las que podemos anticipar que la nueva administración tomará decisiones que, en el mejor de los casos, darán como resultado un crecimiento por debajo del potencial de la economía, si no es que una crisis económica como no ha vivido el país desde hace 30 años.

La primera es la política energética. En el contexto global donde hay cada vez más obstáculos para la explotación de combustibles fósiles sin una alternativa viable que los sustituya, en México enfrentaremos el peor de los mundos: un sistema estatizado (y por tanto ineficiente) y además obsesionado por las energías renovables. Si bien éstas tienen un papel complementario en cualquier sistema energético, por su misma naturaleza son inestables y poco eficientes (en términos de la energía que generan comparada con la energía que requieren para operar) y, por lo tanto, tienden a encarecer la energía para los usuarios en la medida que representan una parte creciente de la mezcla energética.

El segundo aspecto que debería alarmarnos, contenido en las promesas de campaña de Sheinbaum, consiste en “echar para atrás la reforma a las pensiones del periodo neoliberal, de Zedillo”. Esta política amenaza con dinamitar uno de los fundamentos de la estabilidad de la economía mexicana y fuente primordial de ahorro doméstico, imprescindible para la inversión que tanto necesita el país. Nos regresaría a un sistema financieramente insostenible y fiscalmente irresponsable, donde las pensiones son una obligación creciente del Estado y son pagadas (hasta donde alcance) con recursos extraídos de los trabajadores en activo.

Por último, está la precaria situación de las finanzas públicas. El problema no es solo la calidad del gasto, enfocado en programas asistencialistas clientelares y en obras de infraestructura en su mayor parte de muy baja o negativa rentabilidad económica y social. Tampoco es solamente la ineficiencia de un sistema recaudatorio complejo y oneroso que desincentiva el ahorro, la inversión y la producción. Si bien un nivel de deuda gubernamental con respecto al PIB de 50% es más alto de lo que un manejo prudente dictaría, es verdad que no es un nivel que ponga al país al borde de una crisis. Sin embargo, la crisis no tardará en materializarse si se mantienen los déficits presupuestales tan elevados como los que hemos visto en meses recientes, por mucho que la presidenta y el secretario de Hacienda insistan en que no descuidarán la disciplina fiscal, tendrán que demostrarlo.

Dado este panorama, difícilmente existirán las condiciones para lograr los niveles de inversión necesarios para un crecimiento económico robusto que permita combatir eficazmente la pobreza y crear oportunidades de desarrollo y bienestar. No es cuestión de buenos deseos, sino de buenas políticas.

Profesor y director del área de Entorno Económico de IPADE Business School

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