El jueves 24 de octubre de 1929, Wall Street, una calle estrecha en el extremo sur de la isla de Manhattan, en Nueva York, estaba inusualmente copada de gente.
El edificio más importante de la calle, la Bolsa de Valores de Nueva York, no abría sus puertas hasta las 10 de la mañana, pero ya se habían congregado allí grandes multitudes.
Esto no era una buena noticia. No se trataba de una fiesta o un desfile. Por el contrario, la atmósfera estaba llena de preocupación, miedo y pánico.
En la última hora de negociación de la tarde anterior, el mercado financiero se había desplomado, con 2,6 millones de acciones vendidas en una caótica oleada de negocios.
Más que una oleada, fue un huracán.
La visible preocupación en las calles del bajo Manhattan, la mañana siguiente, era comprensible.
El mercado mantuvo su espiral descendente durante el resto de esa semana y la siguiente.
El lunes, la bolsa cayó un 12.8%. El martes -un día que pasaría a conocerse como el Black Tuesday (Martes Negro)-, se registró una caída adicional del 12%.
Los que se habían reunido el jueves anterior para mostrar preocupación ahora estaban abatidos y destrozados.
Como informó el diario The New York Times, la sensación de resignación en Wall Street, con la realidad de la ruina financiera personal, era omnipresente.
"No había sonrisas. Tampoco había lágrimas. Solo la camaradería de los compañeros que sufren. Todos querían decirle a su vecino cuánto habían perdido. Nadie quería escuchar. Era una historia demasiado repetitiva", se leía en el periódico.
Nadie podría afirmar haber previsto lo que ocurrió durante esos seis días, en octubre de 1929.
Durante varios años, EE.UU. había tenido una buena racha.
A diferencia de las otras naciones industriales, que después de la Primera Guerra Mundial sufrieron daños graves o estuvieron a punto de estallar económicamente, EE.UU. emergió relativamente indemne, financieramente hablando, gracias a su entrada tardía en la guerra.
La siguiente década vio una tremenda transformación, tanto industrial como cultural, de costa a costa.
El precio del algodón estaba alto. "Los empleos eran abundantes y los sueldos crecieron constantemente", recordó la periodista financiera de Wall Street Karen Blumenthal.
"La década de 1920 no solo cantó al ritmo del jazz y bailó al compás del Charleston. Rugió con la confianza y el optimismo de una era próspera".
Durante "los locos años veinte", industriales y banqueros se convirtieron en héroes de la nación, además de ser admirados por las riquezas que habían creado.
Y el estadounidense promedio tenía una pequeña fortuna propia. Fue Charles Mitchell, el presidente del National City Bank -y, por ende, una de estas figuras admiradas-, quien permitió el acceso a tal prosperidad.
Mitchell se inspiró en el éxito de los "bonos de libertad", que se habían emitido al público durante los últimos dos años de la Primera Guerra Mundial como una forma de financiar el esfuerzo de guerra aliado.
Promovido por íconos culturales como Charlie Chaplin y Al Jolson, el público, al ver ese desembolso como un deber patriótico -especialmente cuando obtenían hasta un 4,25% de interés-, se introdujo así en la noción de la inversión.
Aunque eran suscritos por el gobierno, el éxito de los bonos de libertad significaba que, al menos para la opinión pública, poner los ahorros en acciones y participaciones en el mercado financiero se consideraba respetable, cuando hasta entonces se había considerado un riesgo.
Mitchell abrió oficinas de corredores en todo el país para satisfacer y alentar aún más esta incursión en el mercado de valores.
A mediados de la década de 1920, tres millones de estadounidenses eran dueños de acciones, seducidos por la atracción magnética de enriquecerse de una manera tan sencilla.
El mercado estaba en ascenso. Por ejemplo, si un inversionista compraba acciones en la cadena de tiendas Montgomery Ward o en la empresa de servicios públicos General Electric en marzo de 1928, vería que su dinero se duplicaba en solo 18 meses.
La fiebre del oro fue irresistible, incluso para hombres de negocios conservadores y previamente firmes.
"El mercado estaba encantado", dice Blumenthal, "parte de un momento próspero y emocionante que parecía continuar por siempre. Políticos, profesores y empresarios proclamaron que esta era una nueva era, donde los viejos altibajos ya no aplicaban".
Mientras la burbuja continuaba expandiéndose, nadie parecía prestarle demasiada atención a lo que realmente estaba sucediendo.
La mayoría de los estadounidenses compraban acciones "con margen", es decir, en parte mediante préstamos de los corredores.
En algunos casos, se prestó hasta el 90% del precio de compra. Si hubiera una caída considerable del mercado, el inversionista promedio tenía mucho que perder.
Y debajo de toda esa excitación había un frágil castillo de naipes.
Antes del colapso, a finales de octubre de 1929, los precios habían bajado un poco el mes anterior. Pero no se le prestó demasiada atención.
Los expertos creían que ventilar un poco un mercado al rojo vivo no era algo malo.
Los inversores más afilados aprovecharon estos precios más bajos. Después de todo, después de cada bache anterior en los últimos años, el mercado siempre había recuperado su posición anterior.
Esos seis días de octubre estuvieron lejos de ser un bache. Le dieron un golpe casi fatal a la economía estadounidense en su conjunto y un golpe fatal definitivo a millones de finanzas personales.
A la industria le resultó difícil comerciar, ya que la creencia en el concepto del crédito y en la credibilidad del sistema bancario se había hecho pedazos.
La lucha por conseguir dinero para seguir operando y pagar salarios fue intensa.
La manufactura se redujo como resultado: a los tres años del Crack, la producción de automóviles -un símbolo de los buenos tiempos de la década de 1920- era aproximadamente una cuarta parte de lo que había sido.
El desempleo también aumentó espectacularmente. Seis meses después de los acontecimientos de octubre de 1929, el total de desempleados se había más que duplicado a 3,25 millones.
Eran tiempos desesperados. "El descenso llegó por etapas", escribió el historiador Hugh Brogan.
"La pérdida de un trabajo, la búsqueda de otro en la misma línea, la búsqueda cada vez más frenética de trabajo en cualquier rubro".
"La primera aparición en la fila para recibir ayuda social, donde, sorprendentemente, conocías a docenas de otros hombres honestos que habían seguido las reglas, trabajaron duro y ahora habían caído tan bajo como los vagos profesionales", escribió.
Los desempleados rurales se mudaron en masa para encontrar trabajo. En estos tiempos todo era incertidumbre económica. El tejido mismo de la sociedad estadounidense comenzó a deshilacharse.
El Crack de Wall Street no fue la causa de la Gran Depresión, pero sí marcó su inicio.
Fue el equivalente de un ataque al corazón sufrido por alguien con presión arterial alta.
La economía tenía una condición preexistente, una debilidad subyacente. Pero su cuidado posterior, tal como lo administró -o no- el presidente Herbert Hoover, fue insuficiente.
El presidente republicano era reacio a que el gobierno entrara en la crisis, creyendo que una postura más laissez-faire alentaría a las empresas y los bancos a enderezar la economía.
Su carácter reservado no ayudó a su argumento, y fue ridiculizado por parecer que no le importaban lo suficiente sus conciudadanos.
Aquellos golpeados con más fuerza por la Gran Depresión, cuyas casas fueron embargadas, vivían en barrios marginales que los críticos del presidente apodaron Hoovervilles.
No fue una sorpresa que, en las elecciones presidenciales de 1932, Hoover fuera destituido de su cargo. Su sucesor, el demócrata Franklin D. Roosevelt, ganó con el 57,4% del voto popular.
El mandato que le concedió su fuerte victoria, junto con las grandes mayorías que obtuvieron los demócratas en ambas cámaras del Congreso, permitieron una valiente lucha contra la difícil situación del país.
Después del fracaso de Hoover, el clamor público para que interviniera el gobierno fue ensordecedor.
En su toma de posesión, en marzo de 1933, Roosevelt trató de tranquilizar y unir a una población dividida.
"El pueblo de EE.UU. no ha fallado. En su momento de necesidad, han declarado que desean una acción directa y vigorosa", dijo.
"Nuestra tarea principal es poner a las personas a trabajar. Este no es un problema sin solución si lo enfrentamos sabia y valientemente".
"Se puede lograr en parte mediante el reclutamiento directo del propio gobierno, tratando la tarea como trataríamos la emergencia de una guerra", señaló.
El efecto fue instantáneo. "En unos minutos", escribió Brogan, "Roosevelt hizo lo que no había podido hacer Hoover durante cuatro años: devolvió a sus compatriotas su esperanza y su energía".
"Al final de la semana, medio millón de cartas de agradecimiento habían llegado a la Casa Blanca, las primeras aguas de una inundación que nunca se secaría".
En sus primeros 100 días en el cargo, Roosevelt cumplió sus promesas.
Esa acción vigorosa y directa se produjo en forma de 15 leyes principales destinadas a crear empleos y reiniciar la industria, la economía y, simbólicamente, la esperanza.
Los avances legislativos que hizo fueron rápidos y considerables.
La Ley de Banca de Emergencia tenía como objetivo estabilizar -y por lo tanto, restaurar la fe- en el sistema bancario, a través de la introducción del seguro federal de depósitos.
En tanto, la Administración Federal de Ayuda de Emergencia ofreció apoyo a los pobres en forma de mantas, comedores populares y oportunidades de empleo.
También se ofreció trabajo a quienes se inscribieron en el Cuerpo Civil de Conservación (CCC), que colocó a los desempleados en campamentos por seis meses, trabajando en proyectos de conservación y ganando US$30 por mes.
Al final del plan, en 1942, había empleado a 2,5 millones de hombres.
Se ofreció trabajo adicional a través de la Administración de Obras Públicas, creada para mejorar la infraestructura del país.
El programa de Roosevelt, conocido como el New Deal, fue revolucionario en la forma en que colocó al gobierno federal -hasta entonces casi invisible en la vida cotidiana- en el corazón de la recuperación de la nación.
El proyecto para reconstruir EE.UU., tanto material como psicológicamente, fue impresionante, pero la nación no estaba completamente unida detrás de la causa.
Algunos demócratas sintieron que no fue tan lejos y profundo como podría haber ido, mientras que muchos republicanos, haciéndose eco de la postura adoptada anteriormente por Hoover, sintieron que era un reposicionamiento inoportuno e invasivo del papel del "gran gobierno".
Independientemente de cuán energizante fue el New Deal para la nación, no resolvió la Gran Depresión.
La productividad no pudo revivir de la manera que Roosevelt esperaba, mientras que el desempleo se mantuvo alto durante la década de 1930.
Sin embargo, su éxito -medido por otras tres victorias en elecciones presidenciales- fue en términos de motivación e inspiración.
La Gran Depresión terminó debido a eventos que estuvieron fuera del control del presidente.
Cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor en 1941, obligando a EE.UU. a entrar en la Segunda Guerra Mundial, la economía se recuperó tardíamente.
Para abastecer a las tropas en el extranjero, la productividad en los sectores manufacturero y agrícola se expandió rápidamente, creando millones de empleos.
Y así volverían los momentos prósperos.
Recuerda que puedes recibir notificaciones de BBC News Mundo. Descarga la nueva versión de nuestra app y actívalas para no perderte nuestro mejor contenido.
https://www.youtube.com/watch?v=o8u_cuNTP8E