La pobreza se incrementó para las mujeres indígenas y se redujo en el caso de los hombres, por dificultades para acceder a trabajos formales, tierras y condiciones dignas en materia de desarrollo social.
Cifras del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) revelan que las mujeres hablantes de lengua indígena que se encontraban en situación de pobreza sumaron 2.8 millones de personas en 2020, un aumento de 74 mil mujeres con respecto a 2018.
En cambio, la pobreza alcanzó a 2.5 millones de hombres de habla de alguna lengua indígena, 93 mil menos en el mismo lapso.
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Aumentaron principalmente las mujeres indígenas que carecen de acceso a los servicios de salud, cuya cantidad se duplicó de 0.4 millones a un millón. En cuanto a rezago educativo también se observó un aumento de 57 mil mujeres y una reducción de 28 mil hombres.
La carencia de servicios básicos en vivienda añadió a 43 mil personas del género femenino y dejó ir a 45 mil del masculino.
“Ocho de cada 10 mujeres indígenas que habitan en zonas rurales en nuestro país se encuentran en situación de pobreza”, explicó José Nabor Cruz, secretario ejecutivo del Coneval.
El consejo revela que, de las 2.8 millones de mujeres indígenas en pobreza, 1.3 millones padecen tres o más carencias de seis posibles, de modo que se determinó que están en pobreza extrema.
En entrevista con EL UNIVERSAL, José Nabor Cruz explicó que las mujeres indígenas tienen mayores niveles de pobreza que los hombres porque la mayoría de las que se desempeñan en actividades agropecuarias lo hacen de manera informal y 33% sin recibir ningún pago declarado.
En el sector agrícola, 87% de las mujeres trabajadoras se encuentran en la informalidad; es decir, carecen de prestaciones sociales, seguridad social y acceso a servicios de salud, además de que tienen bajos salarios.
No es que las mujeres tengan poco acceso al trabajo, sino que al participar en actividades por un ingreso económico lo hacen en condiciones de alta precariedad y, cuando laboran por cuenta propia, normalmente no reciben pago y son invisibilizadas, expuso a este diario Gisela Espinosa, profesora e investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana , campus Xochimilco, quien ha trabajado con mujeres rurales e indígenas.
El Inegi reporta que hay casi 29 millones de personas que viven en zonas rurales en México, definidas como localidades de menos de 2 mil 500 habitantes.
Más de la mitad de estas personas son del género femenino, específicamente 15.1 millones, y representaban a una de cada cinco mujeres en el país a finales del año pasado.
Del total de mujeres que habitan en zonas rurales, 11.1 millones tienen 15 años o más; es decir, están en edad de trabajar. Sin embargo, sólo 3.8 millones participan en el mercado laboral.
Además, mientras 1.9 millones de hombres se encuentran económicamente inactivos en el campo, hay 7.4 millones de mujeres bajo esta condición debido, principalmente, a sus responsabilidades de cuidado del hogar.
“Tenemos que reconocer que la mayor parte de las mujeres del campo que se quedan en su casa, no sólo son personas que están echando tortillas y cuidando a los niños, también realizan un trabajo productivo en la parcela o en el taller para la subsistencia familiar, y otra parte para el mercado. Son trabajos que como ocurren en un espacio informal y no son remunerados, son muy difíciles de identificar en las estadísticas”, destacó Gisela Espinosa.
Agregó que hay una importante cantidad de mujeres que migran de sus comunidades a buscar ocupaciones para recibir ingresos económicos, por ejemplo, como jornaleras agrícolas, que es uno de los trabajos peor pagados, sin prestaciones y en condiciones infrahumanas.
La investigadora también destacó a las mujeres que se dedican al comercio informal, ya sea trayendo sus artesanías y otros productos a las ciudades, vendiéndolos en condiciones difíciles y a precios injustos.
Las mujeres de origen rural también se desempeñan como empleadas del hogar, actividad que tampoco ofrece prestaciones; los salarios son bajos y también están sujetas a maltratos y abusos tanto laborales como personales.
“Todos ellos son trabajos mal pagados y precarizados, con maltrato a las personas que lo realizan, porque me parece que hay una idea generalizada en el país de que quienes realicen esos trabajos son personas cuyos cuerpos y vidas no importan, que ocupan un lugar muy secundario en el conjunto de la sociedad”, expresó la académica.
Especialistas de la Organización de la Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), señalaron que “el limitado acceso de la mujer a los recursos y su insuficiente poder adquisitivo derivan de factores sociales, económicos y culturales, todos interrelacionados, que la relegan a un papel subordinado, en detrimento de su propio desarrollo y el de la sociedad en su totalidad”.
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Las actividades relacionadas a los servicios concentran gran parte del trabajo femenino rural, principalmente en el comercio, donde el principal problema es el empleo informal, que se da de manera más aguda en el campo que en la ciudad.
Mientras en las áreas urbanas 40.1% de la población está en pobreza, en el ámbito rural 56.8% se encuentra en esta situación, de acuerdo con los datos de 2020 publicados por el Coneval.
La desagregación de esta información debe permitir no sólo al gobierno federal, sino a las entidades y municipios, focalizar sus estrategias para tratar de dirigir los esfuerzos de su política social contra las carencias, señaló José Nabor Cruz.
“Sobre todo, hacer algunos esquemas de apoyo en cuanto a alimentación para elevar la calidad nutricional de las mexicanas indígenas, e incluso también el mejoramiento, el acercamiento a algunas de las unidades de salud, que también pudieran disminuir esta carencia de estos servicios de salud”, opinó.
Desde su punto de vista, en materia de programas sociales hace falta una mayor incorporación y focalización de las mujeres beneficiarias que habitan en las zonas rurales del país.
A su consideración, el programa Jóvenes Construyendo el Futuro puede redoblar no sólo su difusión por grupos de edad, sino también la incorporación de más mujeres mexicanas.
Explicó que hay varios factores que limitan el acceso a los programas, como la propia restricción presupuestaria que impide una cobertura 100% universal, como los dirigidos a personas con discapacidad o el apoyo a madres trabajadoras, mismas que enfrentan importantes retos para alcanzar sus metas.
Gisela Espinosa indicó que “en el campo hay una política social con un sesgo patriarcal o machista que muy difícilmente se rompe”, lo que sumado a “una cultura rural en la que el género femenino ocupa lugares subordinados, invisibilizados, violentados o ninguneados, las mujeres rurales se convierten en un grupo altamente vulnerable.
“Las mujeres rurales no sólo son víctimas, son también agentes de cambio, tienen muchas iniciativas, se organizan como artesanas, como jornaleras, como migrantes, e incluso los nuevos derechos para empleadas del hogar tienen que ver con este proceso organizativo desde el campo”, agregó la investigadora de la UAM Xochimilco.
Subrayó además, que las mujeres están conociendo y defendiendo sus derechos y ocupan un lugar cada vez más visible e importante transformando la vida en las comunidades y las familias en el campo.
“Están defendiendo sus territorios y ahí se están convirtiendo en una voz y una presencia protagónica. No es que tengan ya la mayor presencia y voz, pero es muy notable el papel de las mujeres en la defensa de sus territorios”, enfatizó Gisela Espinosa.
El secretario del Coneval señaló la importancia de revalorar el papel de las mujeres en el campo, para generar mecanismos e instrumentos de política pública que reconozcan su participación y que les permitan acceder a los beneficios y apoyos orientados a dicho sector.
“Esto permitirá romper con los patrones de desigualdad en el campo para mejorar la capacidad productiva y el entorno de trabajo de las mujeres y, en consecuencia, disminuirán sus niveles de pobreza y mejorarán sus condiciones de vida”, concluyó José Nabor Cruz.