Aunque siempre traigo un libro a medias, o dos o tres o siete o veinte, nunca me entero de qué autores son los de moda ni los relevantes e importantes. No puedo participar en las conversaciones de la gente-que-sí-lee a menos que se distraigan y empiecen a hablar de gatitos. El año pasado fui a la Feria del Libro de Guadalajara y no sabía quién era nadie; no se me invitó a las fiestas cooooool y qué bueno porque qué oso que te presenten a algún autor famoso y tú preguntarle “¿A qué te dedicas?”. Tengo lagunas culturales de oso-mil-ocho-mil, me brinqué todos los clásicos y le entrado superpoquito a los premiosnóbeleseses. }
Por eso, cuando se muere algún “notable escritor”, yo miro para otro lado, tuiteo mis #plaquejas habituales y evito el tema para no tener que confesar que no lo he leído.
Pero lo de Oliver Sacks sí me caló bien pero bien gacho.
“¡NO, PLAQUETA! ¡POR FAVOR NO NOS CUENTES DE CÓMO CONOCISTE LOS LIBROS DE OLIVER SACKS!”
Voy a contar cómo conocí los libros de Oliver Sacks:
A lo largo de mi educación preuniversitaria, fui odiando progresivamente las clases de ciencias. Porque no les entendía, me aburrían, me sentía tonta, pasaba de panzazo, los maestros me caían gordos. No se parecían en nada a El mundo de Beakman. En segundo de secundaria, la de física me sacó del salón y me dijo: “Caras bonitas abren puertas... cerebros vacíos las cierran” (umta, eso es material para otro post... espérenlo la próxima semana). En primero de prepa, aprobé esa materia sólo gracias a la huelga, porque le pusieron seis parejo a todos los que seguíamos sin saber qué era un vector. Al año siguiente, el de química me pasó por pura lástima. Y ya en área 4, todavía tuve que sufrir lenta y dolorosamente con CÁLCULOOOO. Anhelaba desesperadamente el día en que pudiera olvidarme para siempre de los octanos, de las mitocondrias, de los electrones y de las derivadas.
Al final de la universidad, cuando mi disco duro mental ya se había limpiado de todas esas cosas mal explicadas por profes chafas y cero apasionados con sus temas, descubrí a Oliver Sacks y dije: Ay güey. Yo reseñaba libros para El Universal (¡mi primer freelancito!) y Despertares llegó a mis manos cuando Anagrama lo reeditó en 2005. No tenía idea de qué se trataba ni de quién era ese señor, así que lo empecé por chamba y luego no pude parar. Me lo eché en un par de días, como si fuera uno de Harry Potter, así glu glu glu glu glu.
Por primera vez apasionaron los temas médico-biológico-neurológicos; al fin entendí que el cerebro humano no son unas arañitas que tienes que colorear de morado porque así vienen en la monografía y te callas; descubrí que había un mundo de literatura científica accesible (¡y fascinante!) para los que pasamos biología sólo gracias a que sabíamos dibujar y nos quedaba bien bonito el aparato de Golgi (????).
Por Sacks metí la materia de “Periodismo de la ciencia” (aquí un post medio misógino de mi primera clase) y me la pasé un semestre en la biblioteca de Universum leyendo sus otros títulos (porque eran de Anagrama y no me alcanzaba para comprarlos) y números viejos de Scientific American Mind. Hasta conseguí un molde de gelatina en forma de cerebro, hice mil postres hipocalóricos y un video “BiEn lOkoxóN”. Estaba felizmente obsesionada.
Desde entonces, los libros de Oliver Sacks me provocan lo que a los gatitos el catnip. Me hacen tan feliz y me emocionan tanto que me dan ganas de restregar los cachetes en las páginas y ronronear. Seguro si me hicieran una resonancia magnética mientras los leo, saldrían muchos colorcitos.
*suspiro*
El domingo se murió Oliver Sacks. Aunque ya sabíamos que iba a pasar y él ya nos había preparado con uno, dos y tres artículos bellísimos, igual uno se pone pachiche de sus emociones, como cuando gana el PRI. Por eso, como para paliar la tristeza, empecé a leer sus memorias, On The Move, que tenía pendiente en mi Kindle. Está tan increíblemente chingón que no quiero ponerle adjetivos, nada más lamer la pantalla y recomendarlo. Aquí está.
Me dolió porque aunque no boté mi chaficarrera de “Ciencias de la Comunicación” ni me hice divulgadora ni experta en nada científico, como dice acá el compañero bloguero Jaime Hernández en su post sobre este mismo tema, los que nos dedicamos a escribir tenemos mucho que aprenderle a Oliver Sacks. Narra de una forma tan simple, tan limpia, tan bonita, tan adorable, tan todas-las-cosas-buenas-que-tiene-la-vida, que sus libros también han sido una mucho mejor lección que todas las clases de redacción y géneros periódicos que tomé en la escuela. En ese sentido, quiero ser como él cuando sea grande.
Anécdota: Hace un par de años fui a Nueva York y, por casualidad, me asomé a la lista de eventos de Barnes & Noble de Union Square. Vi con horror que Oliver Sacks iba a estar dos días después de mi regreso a México presentando The Mind’s Eye. Se me retorcieron las tripas, pensé en cambiar mi vuelo, pero la logística era demasiado complicada y desistí. Además, ¿qué tal que había fila desde un día antes y llegaba y me decían NO SE PUEDEM YA VÁYASE? ¿O qué tal que le decía alguna estupidez en mi pésimo inglés, empeorado por los nervios? Me hubiera mortificado por el resto de mi vida. O a lo mejor nada más me sonreía y me firmaba mi copia y yo me iba muy contenta.
Pero el hubiera no existe, y no importa nada, porque ahí están todos sus libros, esperando ser releídos. Y lo bueno de tener pésima memoria (casi casi un caso de estudio para Sacks), es que volver a tus obras favoritas es casi tan bueno como la primera vez.
Gracias, Dr. Sacks <3