La Constitución , promulgada el 18 de noviembre de 1965, constituye uno de los documentos mejor trabados del Concilio Vaticano II. Se le llamó constitución “dogmática” por afrontar una cuestión estrictamente doctrinal: la divina revelación. Su redacción conoció uno de los procesos más interesantes de toda el concilio, generando un debate intenso sobre los primeros esquemas, que se reelaboraron en varias ocasiones. Aunque en algunos puntos se considera un documento de compromiso entre visiones teológicas diversas, lo cierto es que el resultado final es particularmente afortunado, y logró una de las votaciones más consistentes de todo el concilio.

Consta de cinco breves capítulos: el primero aborda la revelación en sí misma; el segundo, la transmisión de la revelación; el tercero, la inspiración e interpretación de la Sagrada Escritura; el cuarto y el quinto, el Antiguo y el Nuevo Testamento, y el sexto, el lugar de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia.

El documento preparatorio había condensado varias cuestiones respecto a la interpretación de las Sagradas Escrituras. Las discusiones se polarizaron respecto a las “fuentes de la revelación”, es decir, de dónde obtiene la fe cristiana sus contenidos. Ello implicaba, en particular, el sentido de la Biblia misma y el lugar de las tradiciones orales en la historia de la Iglesia. El documento tiene el mérito de haber ampliado su perspectiva, generando de hecho una más profunda comprensión tanto de la revelación divina como de la tradición y de la Sagrada Escritura. Toda la moderna “Teología Fundamental”, como una especialidad propia de las ciencias sagradas, se nutre ahora de esta enseñanza.

La perspectiva global del documento considera las verdades de fe en un marco teológico concentrado en Cristo, considerado como persona y acontecimiento; la comunicación divina, así, resulta no sólo una manifestación de ideas, sino ante todo un nexo y una interpelación. Esto se descubre en un pasaje clave:

“Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía. Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas. Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación” (n. 2).

Señalando la íntima relación entre Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio de la Iglesia, marca también la pauta para fomentar y orientar el recurso a la Biblia en la vida de la comunidad creyente. A este propósito hay también una pauta de lectura que debe aún reforzarse en la práctica teológica y pastoral:

“Habiendo, pues, hablado Dios en la Sagrada Escritura por hombres y a la manera humana, para que el intérprete de la Sagrada Escritura comprenda lo que él quiso comunicarnos, debe investigar con atención lo que pretendieron expresar realmente los autores sagrados y plugo a Dios manifestar con las palabras de ellos... Y como la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe” (n. 12).

En su Exhortación Apostólica , el Papa Benedicto XVI puso en evidencia que esta tarea sigue en muchos puntos pendiente. No sólo se trata de hacer accesible a todos el texto sagrado, sino también de enseñar a los fieles a abordarlo desde la fe. La vigencia de Dei Verbum resulta por demás evidente, tanto en la lectura de la “letra” del texto sagrado como en la comprensión de su “espíritu”.

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