Ante un discurso que acaba responsabilizando a la mujer de la violencia de la que es objeto, entiendo de dónde viene la réplica que cada vez es más popular en redes sociales: «la única causa de la violación es el violador». No –se afirma–, no tiene que ver con cómo las mujeres van vestidas; no, no tiene que ver con cómo caminan y cómo se mueven; no, no tiene que ver con nada más que con el derecho que el agresor se atribuyó de violentarla.
Existe otra versión de esta misma idea que aparece cuando la discusión gira a la manera de prevenir la violencia: «¿por qué siempre les exigimos a las mujeres hacer todo para no ser violadas, pero nunca les exigimos a los hombres no violar?» Apelando a los lazos familiares, esta idea también se expresa así: «Más que enseñarle a tu hija a cuidarse, enséñale a tu hijo a no violar.» Con un caso como el de los Porkys de Veracruz, en el que los mismos padres de los responsables de la violación de una menor de edad son los primeros que la solapan, ideas así no dejan de tener eco: sí es cierto, es fácil concluir, ¿cómo es que siempre se acaba excusando a los agresores?
Estas ideas me han hecho pensar en lo crucial que es hablar sobre las «causas» de la violencia en contra de las mujeres. De entender cómo se reproduce este fenómeno, de qué depende. Dado que vivimos en un contexto en el que mucha de la violencia o se invisibiliza[1] o se justifica, comprendo que mucha de la tinta o tiempo estén dedicados a comprobar que 1) este fenómeno existe y que 2) es problemático. Ante el silencio o los «¡exageran!», hay que insistir en que eso que ocurre es violencia y que hay que atacarla. Pero tarde que temprano la discusión tiene que girar al tema de las «causas». De lo contrario, ¿cómo se va a «atacar»? Las soluciones que se diseñan dependen de cómo se concibe el problema. Si creemos que el «problema de la violación es el violador», nuestras soluciones se adecuarán a este diagnóstico. De ahí lo importante que es preguntar: ¿la violencia en contra de las mujeres depende de manera exclusiva del agresor? ¿En qué sentido? ¿De qué forma?
A continuación me gustaría repasar algunas de las ideas clave que he aprendido de leer a quienes se dedican de lleno a estudiar la violencia en contra de las mujeres. Lo que ofrezco son ideas que considero útiles para enmarcar las discusiones sobre la violencia de género en contra de las mujeres y ejemplos para ilustrarlas. Es lo que a mí me sirve para pensar en este problema, especialmente para reflexionar sobre la clase de intervenciones que se tendrían que implementar para contrarrestarla.
1) La violencia depende de múltiples factores. Una de las ideas constantes que aparecen en mucha de la literatura académica sobre la violencia de género en contra de las mujeres es que depende de múltiples factores. No ocurre solo porque existen algunas personas «enfermas» que simplemente «no respetan las reglas». Sí: la violencia es perpetrada por alguien; en este sentido es que es el resultado de la acción de una persona (el agresor). Pero la violencia depende también de que exista un contexto propicio para ella. De que las personas se encuentren en un lugar o en una posición tal que les es más fácil violentar, mientras que otras se encuentran en un lugar o en una posición tal que las hace particularmente vulnerables a ser víctimas de violencia. Algunos ejemplos para ilustrar a qué me refiero.
En un estudio reciente sobre las políticas que se han implementado en distintos países para reducir el acoso sexual en el transporte público, algunas de las constantes que aparecen son las que se enfocan en cambiar el «espacio». Por ejemplo: asegurándose que las paradas de autobuses estén en lugares transitados, más que aislados o cuidando que exista suficiente iluminación en los andenes, túneles y en los mismos vagones. La apuesta es que, al aumentar la visibilidad y el número de personas que pueden vigilar el espacio, se vuelva más difícil acosar impunemente.
En la literatura sobre la discriminación en el empleo en Estados Unidos, en donde el acoso laboral es entendido como un fenómeno que se vincula a la discriminación, se insiste en la importancia de vigilar, entre otros elementos, los procesos de contratación. ¿Quién tiene el poder de contratar, bajo qué condiciones, para qué trabajo? El mismo diseño organizacional de una empresa (o de una instancia del gobierno) puede dar «oportunidades» para acosar. Pensémoslo así: imaginen una institución en la que se requiere que se estén contratando personas para trabajos temporales y con salarios bajos; en la que esta contratación depende, además, de una sola persona, que, a su vez, no tiene que reportarle nada a nadie. El que los trabajos sean temporales y con salarios bajos hace que la denuncia sea, por llamarla de alguna forma, «costosa» para la víctima: ¿por qué invertirle tiempo a un trabajo que se acaba muy pronto y que tampoco genera mucho dinero? Por otra parte, el que la contratación dependa de una sola persona —que sea una sola persona la que haga la entrevista, en el entorno que ella elige, y que la decisión dependa exclusivamente de ella, abre una oportunidad para acosar. Oportunidad que se iría cerrando si, por ejemplo, el proceso de contratación dependiera de más personas (valga la obviedad: tendemos a comportarnos distintos si estamos solos o acompañados). Para reducir el acoso laboral, por lo tanto, no basta establecer procesos para castigar a los acosadores; sino reducirles la oportunidad misma de acosar (reformando la estructura de jerarquías y contrataciones).
Por ejemplos como el anterior es que la violencia de género en contra de las mujeres tiende a ser entendido como un fenómeno de «relaciones de poder»: es más probable que ocurra ahí donde hay una disparidad de poder (político, laboral, económico, jurídico, etc.). Pienso en el caso que hace meses se mediatizó en Estados Unidos de un policía que violó al menos a 13 mujeres. Ellas eran negras (con excepción de una), que vivían en colonias pobres (mayoritariamente negras), con antecedentes o problemas penales que él usaba para extorsionarlas. En el juicio, la defensa de él consistió, por supuesto, en atacar el «carácter» de las víctimas: ¿por qué creerle a mujeres así («drogadictas», «putas», «delincuentes»)? Lo que el caso puso en evidencia es cómo, precisamente por esa concepción de estas mujeres, es que resultaban las víctimas perfectas. Después de todo: ¿quién les iba a creer? Súmenle el poder que él tenía para extorsionarlas, al ser policía, y quizá ya no sorprenda el caso.
Por algo son binomios como los de padres-hijas, jefes-subordinadas, esposos-esposas, patrón-trabajadora doméstica, coyotes-migrantes, policía-trabajadora sexual, guardias-prisioneras los que tienden a aparecer en muchas de las historias de violencia en contra de la mujer. Tienden a ser relaciones de desigualdad que operan en un contexto que es propicio para la agresión y el silencio. Piénsenlo: ¿Una migrante indocumentada ante quién se va a quejar? ¿Con las autoridades mismas que se van a encargar de deportarla? ¿Creen que es fácil que una trabajadora denuncie al jefe que la acosa, poniendo en riesgo su trabajo, cuando lo más probable es que no pase nada? ¿Creen que es fácil que una madre denuncie a su agresor, cuando ella y sus hijos dependen económicamente de él? ¿Creen que una trabajadora sexual así, sin más, va a denunciar al policía que la extorsiona? ¿Para qué? ¿Para que el Estado entre a su vida y le quite a sus hijos por «puta»?
Si queremos entender el fenómeno de la violencia en contra de las mujeres, todos estos son factores a considerar: quién tiene el poder de agredir, en qué espacio, a qué persona, de qué manera. No importa solo el agresor, sino el contexto en el que opera.
Esto, por supuesto, es relevante para algunas de las otras ideas que circulan al juzgar la violencia en contra de las mujeres. Una, típica para la violencia familiar, es la de «¿y por qué no lo deja? Ella por estúpida», como si todo fuera una cuestión de «voluntad» de la víctima (cuando no lo es). Otra común es: «¡pero si son las madres las que crían a los machistas!» Uno de los problemas con esta idea es creer que todo depende de la madre, cuando no es así; ni todo depende de la familia más amplia tampoco. Luego están quienes se van en contra de los medios de comunicación —series, películas, canciones, videos, libros, novelas, pornografía—, como si cambiar el contenido que consumimos fuera la solución al problema, dejando de lado las condiciones materiales en las que se da la violencia. No estoy diciendo que estos «factores» –la «voluntad» de una mujer, la educación familiar y el entretenimiento mediático— no tienen relación con la violencia; lo que digo es que esta no depende de uno solo de ellos.
2) Es necesario ir al detalle. Relacionada con el punto anterior, está la segunda idea más importante que derivo de los estudios sobre la violencia en contra de la mujer: si la queremos entender, tarde que temprano tendremos que ir al detalle, especialmente si queremos diseñar políticas públicas para reducirla. Y, obviamente, aquí es donde las distinciones se vuelven cruciales.
Quizá haya puntos en común entre la violencia que las mujeres viven en la calle, en el trabajo y en la casa, pero también tienen sus diferencias. Los mecanismos que se pueden implementar para reducir el acoso laboral, solo porque ocurre en un espacio de trabajo, difieren de los necesarios para la violencia familiar, que tiende a ocurrir en la casa (aunque no siempre). Si solo nos concentramos en la violencia familiar, como quiera se abren muchas avenidas a explorar. Por ejemplo: ¿qué papel juegan en la reproducción de la violencia las nociones que tenemos sobre la familia («a la familia se le aguanta todo, porque esa es la que te tocó») y la privacidad («los trapos sucios se lavan en casa»)? ¿Cuál es la relación entre el «empoderamiento económico» de las mujeres y la violencia de la que son objeto? [3] ¿Qué papel juega el Estado en la reproducción misma de la violencia?
Particularmente en la última década, parece que el Estado mexicano se ha tomado el tema de la «violencia en contra de la mujer» y de la «desigualdad de género» muy en serio. Se han creado una serie de instituciones que están dedicadas, de lleno, a atender muchos de los problemas que aquejan a las mujeres mexicanas, particularmente el de la violencia de género. Ha habido una proliferación de Protocolos de actuación para que cada institución pueda «implementar la perspectiva de género» en lo que le corresponde. Cada vez existen más cursos diseñados para «capacitar» a las autoridades y «sensibilizarlas» a la problemáticas de género que afectan especialmente a las mujeres. Todos estos cambios se reportan como conquistas, como si el Estado ya hubiera sido transformado por completo. En la superficie, parece que así es. Hasta que vamos al detalle.
En un estudio que realizó Alejandra Ríos, académica del CIDE, es posible obtener una mirada a cómo operan las agencias del ministerio público y los centros de atención a víctimas dependientes de las procuradurías generales de justicia de las entidades federativas del país para atender a las mujeres víctimas de violencia. Uno de los problemas constantes que identificaron fue el de la «revictimización». Lo que encontraron en el estudio, sin embargo, fue que esto obedecía más «a las características del funcionamiento de las Agencias del MP […] y a la carencia de sistemas de información compartidos entre estas oficinas y los Centros de Atención a Víctimas, que a una abierta indolencia por parte del personal que trabaja en las oficinas.» No es, en otras palabras, que a «los MP’s» les falte «sensibilidad» (o bueno: no siempre), sino que no tienen las condiciones para operar efectivamente. Por ejemplo: el que las mujeres tengan que repetir su historia dentro de una misma institución, está prácticamente garantizado cuando acuden a las Agencias del MP. Si al narrar lo sucedido, se detecta que se trata de un delito que debe ser atendido por las Agencias Especializadas (en delitos sexuales, delitos contra la mujer y/o de violencia intrafamiliar), las canalizan ahí, en donde tendrán que volver a contar lo sucedido. ¿Por qué no llegan las mujeres directamente a las Agencias Especializadas? Porque no saben que existen; porque los policías las llevan directamente a las no especializadas; o porque si van a las especializadas, puede que lleguen en un horario en el que no están abiertas. Pequeño detalle.
En otro estudio, este sobre los institutos estatales de las mujeres, surgió algo similar: ya que se analiza el detalle de las facultades de estos institutos y se revisa cuál es el presupuesto asignado que tienen para funcionar, las posibilidades que tienen de operar efectivamente son risibles. ¿De qué sirve contar con institutos que, si bien se ven muy bien en papel, no tienen las condiciones para funcionar?
Por cierto: de los 19 institutos a los que les solicitaron información para ese estudio, solo 11 entregaron información completa. Este es un problema que la ONG Equis Justicia para las Mujeres ha detectado en los poderes judiciales locales también. ¿Cómo vamos a saber qué políticas públicas funcionan y cuáles no si ni siquiera tenemos sistemas de rendición de cuentas efectivos que nos lo permitan saber? En un estudio que está realizando C-230 sobre las políticas implementadas para combatir la violencia en contra de las mujeres en el país, una de las constantes es la poca evaluación que existe de los esfuerzos. Si las políticas funcionan o no, sigue siendo un misterio. ¿Así cómo se puede avanzar? ¿Cómo saber a qué hay que seguirle invirtiendo y a qué no?
3) Hay problemas que rebasan el de género. Es común leer, en documentos que abordan la violencia en contra de las mujeres, que la impunidad estatal garantiza que persista. (¿Por qué existe esta violencia? Porque no pasa nada si se ejerce.) El caso de los Porkys de Veracruz es, otra vez, un perfecto ejemplo de esto: los cuatro jóvenes siguen libres y el procedimiento penal sigue estancado. Pero, a ver: ¿a qué se debe esta impunidad? ¿Por qué el aparato de justicia parece fallar una y otra vez para lidiar con la violencia en contra de las mujeres?
Existen estudios que apuntan, al menos para el caso de México, a cómo el sistema de impartición de justicia es problemático, en general y no solo para el caso de las mujeres. La «cifra negra» que se calculó en la última Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE 2015) es espeluznante: del total de los delitos reportados, solo se denunció el 10.7%; de los denunciados, solo se inició una averiguación previa en el 67.5% de los casos. De acuerdo al Índice Global de Impunidad 2015, México está en el penúltimo lugar de 59 países que fueron evaluados (porque contaban con la suficiente información) en materia de impunidad. ¿Cuál fue uno de los varios problemas que detectaron? Que en México hay, en promedio, muy pocos jueces para atender los casos que llegan. ¿Quiere mejorarse la impartición de justicia? Hay que invertir en el número de jueces y juezas.
Están estudios como los que ha realizado Ana Laura Magaloni (quien escribió, por cierto, sobre el caso de los Porkys y cómo la figura misma del Fiscal está diseñada para mantener sus privilegios), que ahondan en el operar de los Ministerios Públicos [3]. Por ejemplo: si se mide el «éxito» del Ministerio Público en el número de consignaciones, sin importar de qué tipo de asuntos se trata, se crea un incentivo para que inviertan los recursos humanos y materiales a la persecución de los asuntos «más fáciles de resolver». ¿Cuáles son esos? «Atrapar el flagrancia y procesar al joven que se roba una botella de tequila en un supermercado o un oso de peluche para la novia es mucho más rápido y sencillo que intentar desarticular una banda dedicada al robo de coches o resolver exitosamente un homicidio.» (Las cárceles en México, de hecho, están llenas de hombres, jóvenes, pobres, que están ahí por cometer delitos menores o porque no pueden pagar fianza.) No quiero imaginar quién le dedicaría tiempo a comprobar una violación conyugal, si a incentivos así se le suman los estereotipos de género (que les hacen creen que las mujeres «se lo buscaron» o que «se van a retractar, por lo que mejor ni investigan»).
La conclusión, para mí, es que si queremos reducir la violencia y la impunidad (de género o no; contra las mujeres o no), tenemos que cambiar a las instituciones. Lo que implica entender que la violencia, tal y como se está manifestando, no solo no es un producto inevitable de «la naturaleza», sino que tampoco es una simple «falla de carácter» de unos cuantos individuos aislados. Depende del complejo entramado social en el que nos movemos y en el que vivimos. Y por lo mismo, es posible cambiarla. Para ello, sin embargo, tendremos que entrarle al detalle.
[1] Muchas niñas y mujeres son acosadas, violadas y asesinadas a diario. Y, sin embargo, no todos los casos son reportados en medios; y de los que sí, no todos los casos se «viralizan» (por llamarlo de cierta forma). Me parece más que necesario que alguien se dedique a estudiar de qué depende que un caso se «viralice» como ha ocurrido con el de Andrea Noel y el de los Porkys. ¿Tendrá que ver con clase y raza (entre otros factores)? ¿Tendrá que ver con que la violencia le ocurra a cierto tipo de víctimas (ya con ciertos poderes de comunicación; que forman parte de ciertas redes sociales; que se ven de cierta forma)?
[2] En un estudio de Oxfam («Women’s Economic Empowerment and Domestic Violence») se insiste en cómo la relación entre el empoderamiento económico y la violencia doméstica no es lineal. A veces el que las mujeres tengan un trabajo formal y ganen dinero (por ponerlo de cierta manera) puede reducir el riesgo de que vivan violencia doméstica; pero en otras ocasiones, puede aumentarlo. Hay que atender al contexto específico y ver otros factores. En «El complejo vínculo entre empoderamiento de la mujer y violencia de género», en donde Irene Casique analiza la ENDIREH 2003, se llega a esta conclusión (entre otras): «Cuando se trata de violencia emocional, económica y física, las tendencias dan soporte a [este planteamiento]: en una relación aparentemente lineal, situaciones de mayor autonomía de las mujeres se acompañarían de un mayor riesgo de estos tres tipos de violencia. No obstante, las evidencias para la violencia física dibujan una relación opuesta: las mujeres de menor nivel de autonomía estarían expuestas a mayor violencia física.»
[3] Los estudios de Magaloni son este y este. (Sé que en su estudio señala que en el DF se dejaron de implementar las «cuotas de consignaciones» y en su lugar quedó el «sistema de semaforización». Pero el ejemplo que da me pareció útil.)
[4] Esta semana salieron dos textos que recomiendo ampliamente si se quiere seguir indagando en el tema: está «La cultura de la violencia sexual en México y sus víctimas» de Sonia Frías, una de las académicas que más ha estudiado este fenómeno en el país (sus múltiples estudios son imperdibles para quien quiera entrarle de lleno al tema), y «Este texto es solo para hombres», de Daniel Moreno, que lo recomiendo para quien necesite que sea un hombre el que le diga lo que las mujeres llevan diciendo por años.