Gracias a un video que liberó AJ+, conocí a Las hijas de Violencia. Es un grupo de tres mujeres que han ideado una respuesta novedosa al acoso callejero: cada que las acosan en la calle, le disparan al agresor con una pistola llena de confeti y proceden a cantarle una canción que se llama «Sexista Punk».
Eso que tú hiciste hacia a mí se llama acoso,
Si me haces eso de esta forma yo respondo.
Debes de saber no eres el uno ni el diez,
Ya estoy harta de esto y de tu gran estupidez.
[…]
Sexista, machista ¿qué es lo que tú quieres?
¿Mostrar tu hombría? A la mierda de mi vista.
Siempre me encuentro con esto todos los días,
Las mismas miradas y palabras de agresión
[…]
Si hoy me callo, tú te callas, nos callamos
De un pedazo de carne no bajamos.
[…]
Imagino el día en que pueda ir a caminar
Sin cuidarme, sin tener mi cuerpo que ocultar.
Yo no soy, pendejo, la que tanto te provoca,
Eres tú quien no respeta y me vuelves loca.
El video de AJ+ se ha vuelto viral. Solo en Facebook, la versión en español tiene más de 4 millones de vistas y casi 4 mil comentarios, mientras que la edición en inglés tiene casi 8 millones de vistas y más de 5 mil comentarios. Logró desatar una «conversación» bastante interesante sobre el acoso callejero: ¿qué es, qué tiene de malo y cómo hay que responder a él? Si bien no pretendo dar respuesta a cada una de estas preguntas, sí me interesa exponer por qué el trabajo que realizan Las hijas de Violencia me parece una aportación valiosa para esta conversación.
El trabajo de Las hijas de Violencia pone en jaque una idea que aparece una y otra vez en discusiones sobre la violencia sexual: que las mujeres siempre están indefensas ante los hombres. Incontables veces he escuchado que las mujeres no deben reaccionar ante el acoso callejero, porque, al hacerlo, es posible que desaten una respuesta aún mayor. Y, entonces, ¿quién las va a ayudar? Lo mismo he escuchado o leído en otros contextos. Por ejemplo: si una mujer está en la cama con un hombre y él quiere tener sexo y ella no, es mejor que ella sucumba —se dice—, porque, de lo contrario, él se puede enojar. Y entonces, ¿quién la va a ayudar? Se asume una vulnerabilidad inevitable en las mujeres y un poder incuestionable en los hombres. Y la justificación de ello no tarda en aparecer: «Es que los hombres simplemente son más fuertes que las mujeres». Es un hecho, dicen. Hay estudios que lo demuestran, dicen.
Esta vulnerabilidad en las mujeres y poder incuestionado en los hombres aparece, incluso, en el feminismo. Según Sharon Marcus, en su magistral «Cuerpos combatientes, palabras combatientes: una teoría y política de la prevención de la violación», mucha de la literatura, activismo e intervenciones de política pública feminista de las últimas décadas en Estados Unidos se han enfocado en los procedimientos judiciales y en las definiciones legislativas de la violación. Lo problemático de este enfoque es que parece dar por sentado la inevitabilidad de la violación, por lo que lo único que se puede hacer es actuar una vez que ha ocurrido. Se busca convencer a los hombres de no violar, asumiendo, sin embargo, que simplemente tienen el poder para hacerlo. «No se imaginan estrategias que les permitirían a las mujeres sabotear el poder de los hombres para violar, empoderándolas para arrebatarles por completo esa habilidad para violar.» Para Marcus, «los hombres» no tienen, simplemente, el poder para violar. Es un poder más imaginado que real, y lo es gracias a las narrativas que constantemente nos contamos sobre la violencia sexual:
«Los violadores no persisten simplemente porque, en tanto hombres, son de hecho, biológicamente e inevitablemente más fuertes que las mujeres. […] La habilidad de un violador de acosar a una mujer verbalmente, de exigir su atención e incluso de atacarla físicamente depende más de cómo se posiciona en relación a ella socialmente, que de su supuesta fuerza física superior. Su creencia de que tiene más fuerza que una mujer y que puede utilizarla para violarla amerita más análisis que el supuesto hecho de la fuerza, porque esa creencia por lo general produce, como su efecto, el poder masculino que aparece como la causa de la violación.»
Asumamos que estadísticamente «los hombres» son más fuertes que «las mujeres», pero cuestionemos qué implica esto. Que, estadísticamente, conforme a ciertas pruebas, los hombres, como grupo, sean más fuertes que las mujeres, como grupo, no significa que todos los hombres, siempre, son más fuertes que todas las mujeres, siempre. ¿Por qué siempre nos imaginamos que, al confrontar a un hombre y a una mujer, será él el que es más fuerte que ella? Podría no serlo. Ahora, que sean más fuertes, conforme a ciertas pruebas, no necesariamente es relevante para todos los escenarios de violencia sexual. La fuerza no lo es todo. Hay técnicas de protección diseñadas para desarmar a las personas más altas, más grandes y más «fuertes» del mundo. Hay tecnología que se puede utilizar también, desde cuchillos y pistolas hasta gases. Hay, además, espacios físicos que dificultan un ataque y otros que lo propician más. No es lo mismo un monte, aislado de todo, a una calle transitada de día. ¿Por qué al discutir la violencia sexual, siempre nos imaginamos a un hombre que es más fuerte que una mujer —a quien siempre nos imaginamos desarmada, inútil, frágil—, en un callejón oscuro, vacío y sin salida? Sí. Este escenario es posible. Pero no es el único. No lo es. El performance de Las hijas de Violencia es extraordinario precisamente porque nos demuestra otra posibilidad: no nos presenta a una mujer, indefensa, aislada, presa del pánico que no puede más que sucumbir a la fuerza desmedida de un hombre. Presenta a un grupo de mujeres respondiéndoles a distintos hombres que, distinto a lo que tendemos a imaginarnos, no reaccionan con violencia, sino con sorpresa y hasta parece que están sobrepasados. «Los hombres» no son tan poderosos como creemos. Al menos no todos. No siempre.
Según Marcus, existen estudios que demuestran cómo la resistencia a la violación en las mujeres no solo no lleva a que escale la violencia (contrario a lo que se cree), sino que incluso ayuda a desarmarla. «Mínimas muestras [de resistencia] —un comentario asertivo, un empujón, un grito, huir— pueden ser suficientes para impedir que un hombre continúe con su intento de violación.» Con ello se rompe el «guión social de la violación», en el que la mujer siempre es imaginada como indefensa. Reaparece como un sujeto que responde. Esto también es posible, como también lo demuestran Las hijas de Violencia. No todas las mujeres son frágiles, dóciles, físicamente inútiles. No todas las mujeres son presas del pánico. Marcus lo lleva aún más lejos: ¿no es el pánico mismo —pregunta— una consecuencia de haber interiorizado el cuento de la vulnerabilidad inevitable? ¿Acaso no sentimos pánico porque creemos que somos así de vulnerables e indefensas, cuando ni siquiera nos hemos tomado la molestia de ver si sí lo somos? ¿Porque no solo creemos que lo somos, sino que no hay nada que pueda cambiar ese «hecho»? ¿Cómo cambiarían las estadísticas de la violencia sexual en un mundo en el que contáramos con otras narrativas? Narrativas en las que «las mujeres» no siempre aparecen como objetos a la merced de «los hombres» poderosos.
Imagino las objeciones a ideas como las avanzadas por Marcus: ¡pero qué de las que no somos capaces de responder así! E incluso si sí tenemos este «poder», ¡por qué responder con violencia! ¡La violencia nunca es la respuesta! Van mis réplicas.
Intervenciones como la de Las hijas de Violencia no llevan a sostener que todas las mujeres se pueden defender de todos los hombres, siempre. No dudo que existan mujeres que, por más entrenamiento, no se les da eso de la defensa personal. Pero esto ya no se debe a que son mujeres, sino a sus características individuales. Como de hecho ocurre con los hombres: no todos los hombres sirven para la milicia, para el futbol Americano o para el box. No todos los hombres son capaces de defenderse ante un robo o un intento de asesinato. No todos los hombres se pueden defender de una violación (ni siquiera cuando esta es ejecutada por mujeres). El punto es que tengamos la disposición de abandonar la idea de que «los hombres» y «las mujeres» siempre son grupos homogéneos y opuestos; y que nos demos cuenta que hay muchas más similitudes entre muchos hombres y muchas mujeres de lo que tendemos a creer. ¿Eres una de esas mujeres que simplemente no puede reaccionar con violencia? Perfecto. Válido. Pero no es porque tienes cuerpo «de mujer», porque es posible tener un cuerpo así y ser diferente.
Ahora: ¿que es preferible vivir un mundo en el que una persona «no se tenga que defender» de los ataques que profieren en su contra? ¡Por supuesto! Pensemos en el tema del crimen, en general: ¡claro que es mejor vivir en un mundo en el que no tengamos que portar armas, embarrotar nuestras casas y dejar de salir de noche para que estemos a salvo! Pero ese es el problema, ¿no? Que seguimos pensando a la violencia sexual como algo distinto a la violencia en general. Al discutir el robo, o el secuestro, o el homicidio, no derrochamos tinta hablando de cómo simplemente existe una diferencia física insuperable entre las víctimas y los victimarios. En esos escenarios, no usamos el ejemplo de un hombre que no se pudo defender para asumir que ninguno puede; ni usamos un ejemplo de un «super-hombre» para asumir que todos son así. Sabemos que unos podrán defenderse y otros no, sin que eso dicte los términos de la discusión, ni las políticas públicas que diseñamos para combatirlo. ¿Por qué llegamos al tema de la violencia sexual y seguimos asumiendo una diferencia abismal e inevitable entre víctimas y victimarios? Las hijas de Violencia nos demuestran que no tiene por qué ser así. ¿Por qué nos cuesta tanto aceptarlo?