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No recuerdo la primera vez que vi alguna película o episodio televisivo en el que apareciera la violación de una mujer. No recuerdo, siquiera, cuándo fue la primera vez que me enteré que esto es algo que ocurre. La única memoria clara que tengo de que se me alertara sobre esta realidad fue de cuando tenía unos 8 años. Mis padres me habían dado permiso para pasar el fin de semana en el rancho de una vecina, en compañía de otros niños y niñas. Uno de los días, caminamos a un río que quedaba cerca. Fueron horas las que pasamos ahí, divirtiéndonos. Al regreso, recuerdo que llevaba la delantera, junto con otra niña. Se nos acercó un señor desconocido en un carro, ofreciéndonos un aventón. Se me hizo una brillante idea: llegaríamos más rápido a la casa. Corrí con los adultos para contarles de la oferta. Se alteraron: nunca te vayas a subir a un carro con un extraño así. Pero eso no fue lo que me marcó. Señor cochino, dijeron. Cochino. Para ese entonces sabía ya de los «roba chicos». Pero nunca había escuchado ese calificativo. Parecía apuntar a algo diferente. ¿Qué? Con el tiempo me quedó claro: como mujer el problema no es solo que «te roben», sino que te violen. «Cochino»: vaya elección de adjetivo.
Menciono esta anécdota porque me interesa tratar de descifrar cómo es que las mujeres aprendemos sobre la sexualidad. Veo mi historia y lo único que encuentro son advertencias. Hay que andar con cuidado, porque los «hombres cochinos» acechan. Hay que vigilarlo todo, porque los jóvenes, en un segundo, pueden alterar tu bebida. Hay que saber con quién y cuándo, porque los hombres hablan y nadie respeta a una puta. «Víctima» o «puta»: esas parecían ser las únicas dos opciones que tenía tratándose de mi sexualidad. Hasta que salí del clóset y apareció «marimacha». Pura negatividad sexual. ¿Qué del placer? Las únicas referencias que encontraba en mi adolescencia al respecto eran las propias de una revista como Cosmopolitan: «complácelo a él». ¿Qué cuando no hay un él a complacer? Más importante aún: ¿qué de mí?
Lo que no me deja de llamar la atención es cómo ni siquiera tratándose de lo negativo se nos «educa» bien. La violación, se nos dice, es algo brutal. Y es algo que ocurre en la oscuridad de las calles. Salvaje. Espeluznante. Pienso en programas de televisión como Law & Order: SVU como el claro ejemplo de este tipo de imágenes, de historias. En Criminal Minds y sus monstruos «extraordinarios». Es tan atroz lo que hacen que no queda la menor duda de su criminalidad. Pero es que ahí está el asunto: las violaciones no siempre ocurren así. Es tan peligroso el hombre que conoces, como el extraño. Estás tan insegura en tu cama, como en la calle. Y no siempre habrán golpes, ni cuchillos, ni pastillas. Y quizá ni siquiera vas a ser capaz de luchar. Y no será por falta de fuerza: ante el pánico, ante la sorpresa, ante el peligro, no todas las personas responden igual. Unas gritan, otras callan. Unas golpean, otras sucumben. Unas lloran, otras se paralizan.
Uno de los objetos de análisis feministas es, precisamente, la representación mediática de la violencia sexual. ¿Qué historias se cuentan sobre la violencia sexual? ¿Quiénes son las «víctimas» que se presentan? ¿Quiénes son sus «perpetradores»? ¿Qué se muestra como violencia? Los análisis abarcan una multiplicidad de representaciones: desde la pornografía, hasta los video juegos, pasando por la cobertura mediática de ciertos sucesos, a videos musicales, películas, libros y series de televisión. Gran parte del análisis está dedicado a criticar las representaciones por cómo trivializan la violencia o por cómo la erotizan. Por cómo culpan a la víctima o excusan al victimario. Lo común es encontrarse con historias que perpetúan la narrativa tradicional: la violación es algo atroz, perpetrada por extraños, o no es. La víctima, para que sea víctima, es «inocente», lucha, grita, patalea, o no es.
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Ante este panorama mediático, la serie de televisión Orange is the New Black ofrece una excepción. Desde que se estrenó en el 2013, el programa ha sido alabado por cómo presenta las vidas de las mujeres que lo protagonizan. La serie retrata las historias de un grupo de mujeres que se encuentran en una cárcel de mínima seguridad en el estado de Nueva York. Si bien arranca siguiendo a Piper Chapman, una güera de «clase acomodada» encarcelada por lavado de dinero, a los cuantos episodios ella se convierte en un personaje más. Aprovechando lo racializado de las cárceles, la serie explora no solo la vida de las mujeres blancas, sino de las negras y latinas también. El género, la clase y la raza son ejes constantes de su análisis.
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Hace un poco más de un mes, se liberó su tercera temporada en Netflix. Y por primera vez le dedicaron una historia completa, a lo largo de varios episodios, a explorar la violencia sexual a través del personaje de Pennsatucky. Y vaya manera de hacerlo. Con sus excepciones, no recuerdo alguna otra serie que lidie así con la violencia, de manera tan profunda, compleja, humana. Sin trivializarla, ni erotizarla. Sin, tampoco, convertirla en la «peor tragedia» que le puede pasar a una mujer. Porque esa es la otra idea constante: la violencia sexual, cuando se reconoce como tal, es un suceso que por siempre marca a una mujer, del cual no se puede recuperar. Si acaso solo «la justicia» puede redimirla, aunque bien sabemos que ésta no siempre es una opción. El aparato judicial falla y ante eso: ¿qué nos queda? ¿Cómo trascender la violencia? Orange ofrece una salida que me gustaría explorar a profundidad.
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La historia comienza con Pennsatucky de niña. Acaba de menstruar y corre con su mamá, asustada. «Carajo», responde la madre, apagando su cigarro. Viven en una casa móvil. Desordenada. Amontonada. Sucia. La mamá, que episodios atrás vimos cómo la drogaba con refresco para que estuviera hiperactiva durante la junta con el trabajador social encargado de darles dinero, sigue en pijama. «¿Qué no tienes apenas 11 años?», dice, molesta. «Tengo 10, mamá.» La sienta a su lado, suavizándose: «No te estás muriendo, cariño. Algún día te morirás, no hay cómo evitarlo. Pero esto aquí, es vida saliendo de ti. […] No tengas miedo. Lo único que significa es que ya no eres una niña. Ahora eres como una caja de refrescos. Vales algo.» La madre se levanta, a sacar unas cosas del refrigerador. La niña tiene una cara de confusión absoluta. La madre sigue: «Hay algunas cosas que debes saber. Ahora que te saldrán tetas y pelos, los chicos te verán con otros ojos y muy pronto te tratarán diferente. Lo mejor es dejar que hagan lo suyo, cariño. Si tienes suerte, la mayoría serán rápidos, como tu papá. Es como una picadura de abeja. Entra y sale. Acaba antes de que te des cuenta que empezó.» «Pero, mamá, las picaduras de abeja duelen.» Ya no le replica. «Vamos. Celebremos», le dice, ofreciéndole un refresco y un chocolate. Vuelvo a ver la escena y me desgarra: ¿qué nos enseñan —qué les enseñamos— a las mujeres sobre el sexo? ¿Que valen por ser sexualmente atractivas? ¿Valen para quién? ¿Que su sexualidad está siempre al servicio de los hombres? ¿Que el sexo es inherentemente doloroso? ¿En el mejor escenario, algo rápido, que se acaba antes de empezar?
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La siguiente escena muestra a Pennsatucky ya de adolescente, «con tetas y pelos». Está en una reunión de amigos, en lo que parece ser un terreno que está a las orillas de un bosque. No hay más que una casa de madera abandonada y tierra. Está con varias amigas, sentadas todas encima de un carro. Coquetea a lo lejos con un chico. En eso llega otro, con una caja de refrescos. «Dogget, ¿le entras?» «Te dije», le responde, «solo acepto Visa, Mastercard o Mountain Dew.» «Chin», le responde él. «¿Y si me fías? Prometo pagarte mañana.» Ella accede. La cámara los enseña «teniendo sexo» en la parte de atrás de la casa abandonada: él está atrás de ella, ella está ligeramente doblada. Él, con los ojos cerrados, «entrando y saliendo». La cámara se acerca a la cara de ella: sus ojos están abiertos, sin la más mínima emoción. Lo deja «hacer lo suyo», como le dijo su mamá. La escena es brutal porque desafía el concepto que tenemos de violencia sexual: hay violencia si no hay consentimiento, si hay coacción. Y aquí, no hay nada de eso. Lo que hay es resignación, apatía, desconexión. Hay una cosificación brutal: ella no es más que un agujero. Algo a usar. Pero eso… Eso no es violencia. Es… sexo. ¿Cuántas mujeres no vivirán así su sexualidad? ¿Cuántas no creerán que «así es»? ¿Qué así debe ser? Antes de que él «termine de hacer lo suyo», Pennsatucky grita. Algo le picó (sí: la «ironía»). Lo quita. Él la agarra, tratando de reacomodarla. «Quítame tus pinches manos de encima. Algo me acaba de picar.» «Pero estoy por acabar», le grita él. «Ay, chinga tu madre, tú y tus blue balls.» Se va. Él, enojado, se masturba.
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Ella regresa a donde estaba el resto de la gente. Su pierna está roja. Se le acerca el chico con el que coqueteaba a la distancia. Le pregunta que si está bien y ella le responde que algo le picó. Él va a su carro y saca un botiquín médico. Se hinca, para ayudarla y lo primero que ella le dice es «si es maricón». Otro detalle imperdible de la serie: un hombre cuya primera aproximación con una mujer no es sexual es un «maricón». Idea que las mismas mujeres perpetúan: los hombres son animales (hetero)sexuales o no son. «No», responde él, sonriendo, «mi familia acampa seguido.» Le limpia la herida, mientras intercambian unas palabras. «Soy Nathan», le dice. Y la invita a salir. «A ir al cine o algo.» «¿Qué tengo que hacer?» responde ella. Se queda un poco pasmado, hasta que le dice: «¿Ser… mi cita?» Ella accede.
En la siguiente escena, está con Nathan en la cama, viendo pornografía. Pasan, por unos segundos, a una mujer gimiendo, típica del porno popular (plástica, sobre maquillada, güera). «Hace los ruidos más chistosos. ¿Por qué sonríe?» pregunta Pennsatucky. (¿Por qué sonríe una mujer teniendo sexo?) «En parte», le responde él, sonriendo, «porque es su trabajo. Es como los de Wal-Mart que te sonríen cuando te reciben. En parte, porque le gusta.» «No lo entiendo», dice ella, «¿por qué… por qué está por poner su boca en… ella? ¡Qué asco! ¡Quita esta mierda pervertida!» (El sexo oral a una mujer: eso es perversión.) «No es pervertida», le responde él. Coquetean. Se abrazan. Hasta que él le dice que se pare. La ve. La admira. Le dice que se le acerque. Le quita la camisa y sus shorts. Apenas pasan unos segundos y ella ya le está abriendo el pantalón. La quita. «No.» «¿Por qué no? Eres más lento que una tortuga, anda.» La hace para atrás y la ve, sonriéndole. «Te ves hermosa», le dice. Él se acuesta en la cama y le dice que se acueste con él. Recostados de lado, se besan. Y la mano de él baja. «¿Qué haces?», pregunta ella. «No sé… si me gusta… eso… Ay… ¿Me estás haciendo la mierda esa del porno?» «No, señora. Solo quiero encargarme de ti.» Por primera vez la vemos relajándose. Con los ojos cerrados. Hasta sonriendo. Gimiendo. Viva. «¿A esto se refieren las canciones de amor?» dice ella entre suspiros. No deja de ser paradójico cómo a pesar de que el cuerpo es central para la sexualidad de las mujeres, no deja de serles ajeno. Siempre es un cuerpo para alguien más. Es un cuerpo que otro explora. ¿Una mujer que se masturbe? ¿Que se conozca? ¿Capaz de guiar la acción? Impensable. El problema, encima, es que los «exploradores» por lo general no están interesados en ir más allá de la penetración fálica. O que cuando lo hacen, lo hacen mal. ¿Cuántas mujeres no pasan sus vidas sin saber lo que es el placer sexual gracias a esto? ¿A malos amantes? ¿A que no buscan ellas su propio placer porque… para qué? ¿Si el sexo es… para los hombres?
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La escena en la cama con Nathan es crucial porque permite contrastar. Es mucho más fácil identificar lo malo cuando se conoce lo bueno. Cuando lo único que se conoce es el sexo mecánico, utilitario, atravesado por la desigualdad de género, ¿cómo diablos puede saberse que hay otras formas de vivir la sexualidad? Por eso es tan importante identificar cómo se habla de la violencia sexual y cómo se habla —si es que se habla— del placer. Es tan importante el «no», como el «sí». Y Orange ofrece los dos. En la cara de Pennsatucky está la diferencia. (La actriz merece cuanto premio exista.)
Ahora, la exploración de la violencia sexual no acaba ahí. El noviazgo de Pennsatucky termina. Nathan se muda a otra ciudad. Los vemos despedirse en una fiesta. Él ya se tiene que ir a empacar porque sale con su familia de madrugada. La deja sola. Triste, va al baño de la casa en la que transcurre la fiesta. La tina sirve como hielera de bebidas. Al tomar una, se aparece el tipo de la casa abandonada. «Ahí no encontrarás el refresco que quieres», le dice. «No quiero un refresco», le contesta. «Pues mira lo que te traje», dice él, mostrándole un six-pack de su refresco favorito. «Ya no hago eso», le contesta, molesta. «Mira que estoy siendo amable, ya que me debes.» «No te debo nada. Además, tengo novio.» (Ay, la práctica de respetar a una mujer solo porque «ya es de otro».) «Dicen que ya se va.» Se le empieza a ir encima. «¡Déjame!» «Será rápido.» «¡Déjame! ¡Chíngate a tu madre!» La arrincona, a pesar de la resistencia que ella pone. «¡Ni estoy pinche lubricada!» Se baja el pantalón y la carga contra la pared. «Relájate», le dice, mientras la controla de manera absoluta. La cámara no deja por un segundo la cara de Pennsatucky: vemos cómo pasa del enojo, a la sorpresa, a la resistencia, a la resignación absoluta. Es exactamente la misma cara y la misma dinámica que vimos en la casa abandonada. La diferencia es que aquí hubo un «no». ¿Todo lo demás? Es lo mismo. Es imposible distinguir el sexo de una violación: ambos son igual de vacíos, utilitarios, violentos. Con estas escenas Orange muestra lo que feministas como Catharine MacKinnon llevan diciendo años: el sexo es violación; pero el patriarcado se encarga de invertir esta lógica: la violación termina por ser sexo. La violación es la normalidad sexual, no la excepción que se pretende que sea.
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La exploración del pasado de Pennsatucky está conectado con su presente. En la cárcel, las mujeres desempeñan distintos trabajos. A ella le ha tocado realizar los viajes fuera de la cárcel. Ella es la responsable de manejar una camioneta, acompañada de un guardia que la vigila. Vemos cómo nace una amistad con él. Se gustan. Coquetean. Se disfrutan. Un día, deciden escaparse a un lago. Alimentan a los patos. Juegan. Bromean. Hasta que la dinámica cambia. Él le avienta un pedazo de comida al piso y le dice que lo recoja con su boca. Como perro, le dice, jugando con el apellido de ella (Dogget). En un inicio, aunque incómoda, ella accede. Cuando comienza a mostrar resistencia, él le recuerda su estatus: «Ve por él, reclusa.» Entre risas nerviosas, alerta ya, con temor ya, va por la comida. No escala a más, hasta que se van del lago y él la empuja contra un árbol. La besa, con fuerza, por toda la cara, en el cuello. «Me gustas», le dice, mientras la sigue besando. Ella trata de sonreír, trata de corresponder, pero no puede. Permanece callada. Él se detiene y se percata de la falta de respuesta. Termina por desistir. «Claro», dice, «límites». Como si el problema fuera que tienen que cuidar su relación porque él es un guardia en la prisión en la que ella está encerrada.
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De vuelta en la prisión, él la busca para pedirle perdón. «Las cosas se pusieron raras el otro día.» (¡Raras!) «En serio lo lamento. No sé qué pasó. […] En serio lamento si te hice sentir incómoda o si hice algo que tú no querías hacer… Pero… ¿quizá tú también lo querías?» Ella permanece callada, apenas moviendo ligeramente su cabeza para indicar que «no». Él sigue: «Quizá malinterpreté. A veces las mujeres son difíciles de leer. Sé que no para todos. No estoy generalizando. Soy un feminista. Digo que a mí, en específico, me cuesta entenderlas. En fin, me gusta hablar contigo, pasar tiempo contigo y así. Y supongo que simplemente no supe cómo expresarlo.» «¿Estás diciendo que te gusto? Tipo, ¿que te gusto-gusto?» «Sí, me gustas.» Por primera vez, ella sonríe. «No te preocupes por lo del lago.» «¿No?» «Solo estabas siendo asertivo con tus reclusas como te enseñé, ¿verdad?» Ella termina por bajar la guardia. Y, ¿cómo no hacerlo? Pidió perdón. Se mostró genuino. ¡Se auto-nombró feminista!
Les vuelve a tocar salir de la cárcel juntos. Ella se muestra, una vez más, cariñosa. Él, en cambio, está encabronado. Lo regañaron por no haber regresado a tiempo el día anterior en el que fueron al lago. «Me dijiste que teníamos tiempo y te creí», le reclama él. «Perdón», le dice ella, «no me di cuenta que tenías que regresar.» «Pues sí, y ahora estoy a prueba.» «Ay, eso no es nada. Yo te ayudo a descifrar cuándo tienes que volver.» «¡No! No quiero que me ayudes más. Solo me causas problemas.» Él se voltea y se aleja de ella. Ella lo alcanza y lo jala del brazo, para voltearlo. «¿Qué quieres de mí?» le grita él, mientras la agarra de su camisa. «¿Qué? Nada.» «¿Esto? ¡Esto es lo que quieres!» empieza a decir él, mientras la carga y la avienta al asiento de atrás de la camioneta. Ella trata de zafarse, pero no lo logra. La tiene boca-abajo, atrapada. Mientras se desabrocha el cinturón, él murmura entre dientes: «¿Esto es lo que quieres? ¿Esto es lo que deseas? Quédate ahí. No te muevas. Cállate.» La cámara se enfoca en ella: sus labios, tensos, su mirada, fija. Él solo gime y se empuja contra ella, atrapado en su propio universo, sin pensar en ella por un segundo. Repite una y otra vez: «¿Esto es lo que querías, Dogget? ¿Esto?» La cámara sigue en ella: su cara restregada contra el asiento. Suelta una lágrima. Por primera vez, llora. Es desgarrador.
Y lo es no solo por la escena de la violación en sí. Abundan las representaciones gráficas de la violencia sexual en la televisión. La diferencia estriba en cómo se muestra y en para qué se muestra. Aquí no se enseña el violador que sale de las sombras, aterrorizando a la mujer en la oscuridad. Lo que tenemos es a un hombre como tantos otros: torpe, a veces chistoso, que pretende ser cariñoso. Un hombre con el que ya hay una relación. No es en la oscuridad, sino a plena luz del día. En un recinto en el que se supone se garantiza un mínimo de seguridad. Es más: con la persona encargada de garantizar esa seguridad. Como ocurre con los padres, los tíos, los primos, los jefes, los compañeros de trabajo o de escuela: con esos hombres que abundan en nuestra vida, con quienes interactuamos cotidianamente, en quienes confiamos. Y quienes un segundo después nos traicionan, sin saber que lo hacen porque «esto es lo que queríamos». Les consta. Lo saben. Y si no, ¿cómo iban a saber lo contrario? Ellos, pobres brutos, que no pueden distinguir entre amabilidad y seducción. Entre un «no» y un «sí», porque el «no» nunca es, realmente, un «no». ¿Quién les enseña a los hombres qué quieren las mujeres? ¿Quién les enseña cómo leerlas? ¿Cuándo proceder y cuándo no? ¿Qué clase de personas hemos creado que pueden actuar así y genuinamente creer que actuaron bien? ¿Que esto es lo que queremos?
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La maravilla de Orange es que no se queda ahí: la violación no es el fin. Y esto es, creo, de lo más revolucionario de la serie. A lo largo de la tercera temporada, se consolida una amistad maravillosa entre Pennsatucky y Boo, la «marimachota» de la cárcel (orgullosamente machorra, lesbiana, irreverente y cachonda). Y es precisamente esta amistad la que le permite a Pennsatucky, por primera vez, hablar sobre lo que le pasó.
Pennsatucky no le dice a nadie lo que ocurrió; ni siquiera a Boo. Lo que pasa es que Boo le ve los moretones que le dejó el guardia en las muñecas. «¿Qué pasó?» le pregunta. En un inicio, Pennsatucky se muestra evasiva. Boo insiste: «¿te lastimó?» «¡No! Ya ves que a veces cuando los hombres ven tetas no saben cómo actuar. ¿Okay? Se llaman hormonas. No sé si lo sepas con lo lesbianota que eres.» Boo, a quien rara vez se le ve seria, tiene una cara de absoluta preocupación: «¿Te forzó?» «Bueno. No voy a mentir», responde Pennsatucky, forzando una sonrisa, «me hubiera gustado algo de estimulación previa. No se siente muy bien cuando no estás lista.» «¿Sabes que hay una palabra para eso, verdad?» «No. No fue su culpa. Fue mía. Yo le coqueteé demasiado, le sonreí y fui muy confusa.»
Imposible no pensar en la Epístola de Melchor Ocampo: la mujer debe tratar al hombre «con la delicadeza de quien no quiere exasperar la parte brusca, irritable y dura de sí mismo, propia de su carácter.» Les corresponde a ellas no exasperarlos, no confundirlos, no incitar a la bestia que llevan dentro. Esa bestia, tan propia de su carácter. Tan inherente al «hombre», tan parte de su naturaleza. Una idea hecha ley, repetida por décadas, por más de un siglo. ¿Hasta dónde sigue siendo la manera en la que los hombres y las mismas mujeres pensamos en la sexualidad? Lo impresionante de la escena es cómo no es necesario que alguien le diga a la mujer que fue su culpa: ya lo «sabe». ¿Para qué exponerse a que alguien más (un policía, un psiquiatra, un pariente, una amiga, los medios de comunicación) se lo diga, cuando ya lo sabe bien?
Ante la negativa de Pennsatucky de atribuirle la responsabilidad al guardia, Boo cambió de estrategia. Horas después de su encuentro, regresa con un manojo de dulces. Se los deja en la cama a Pennsatucky. «¿Para qué es todo esto?» «Pues… quiero que me comas.» «¿Qué?» responde Pennsatucky, sorprendida. «Ay, claro que no», revira, «qué asco.» «Sí, pero estoy caliente, así que te estoy comprando. Ahí hay unos M&M. Así que, anda: dame.» «No me está dando risa.» «No es una broma. Estás a la venta, así que estoy comprando tus servicios. Desconéctate. Ve a tu ‘lugar feliz’. Seré rápida.» Son las palabras de la mamá de Pennsatucky saliendo de la boca de Boo. Es exactamente la misma lógica que la que siguió su primer violador. Y, sin embargo, algo no cuadra. «Basta», dice Pennsatucky, quebrándose. Boo sigue presionando: «Quizá te sodomice, mientras estoy en ello. Quizá te meto un cepillo por el culo. Quizá te sujete a la fuerza, te jale el pelo y te muerda el cuello. ¿No sería divertido? Quizá te guste. ¿Por qué no lo tratas? ¿Por qué no dejas que haga lo que quiera contigo? Quizá te ate y use tu camisa como una mordaza.» «Puedes parar, ¿por favor?» Pennsatucky comienza a llorar y finalmente lo admite: «Quería parar. Moría por parar. Porque él se detuviera.» «Bien», le dice Boo. «Porque nos lo vamos a chingar.» Pennsatucky solo asiente, entre lágrimas. Boo la abraza.
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Es una escena tan sorprendente. El acercamiento es violento. Recrea la lógica de la violación para probar un punto: que no está bien lo que le hicieron. Que no está bien cómo la tratan. No sé si una aproximación así funcionaría con algún otro personaje (por no decir en la vida real). Pero aquí logra su cometido: Pennsatucky deja de culparse y empieza a hablar de lo que él hizo.
En la siguiente escena, comienzan a repasar escenarios de denuncia. Pennsatucky sugiere decirle a Caputo, el encargado de la prisión. Después de todo, despidió a Pornstache (otro guardia), al enterarse de la relación que estaba teniendo con otra reclusa. Sí, dice Boo, pero ella estaba embarazada. De no haberlo estado, quién sabe qué hubiera ocurrido. «Pero yo digo la verdad.» «¿A quién crees que le van a creer?» «Presiento que dirás que no a mí.» «Nosotras somos mentirosas y degeneradas y merecemos todo lo que nos pasa.» «Así que me joden y ahora me chingan.» «Sí. Pero eso no significa que ahí queda todo. Ahora tienes a una machorra grandota y enojada de tu lado. Y soy una fiel creyente de la venganza a la antigüita.» «No lo vas a matar, ¿o sí?» «No. Eso es muy complicado. Tengo una mejor idea: le vamos a aplicar La chica del dragón tatuado.» «¿De qué va a servir que nos tatuemos?» Boo se ríe. «No. La chica del dragón tatuado es una novela sueca. Significa que lo vamos a violar como respuesta.»
Se dedican a planear la violación. Gracias a Boo, el complot no deja de tener momentos cómicos. ¿Cuándo en la televisión se había visto a dos mujeres discutir algo así? Boo propone meterle unas pastillas a su bebida —pastillas que ha estado guardando para algo extraordinario, como fingir un episodio médico que la lleve a un hospital en el que pueda coquetear con enfermeras—. «¿Y luego?» «Y luego se despierta con una linterna en su culo.» Pennsatucky cuestiona los «pormenores»: ¿cómo le vas a meter una linterna alguien que no está lubricado? Pues le metes un jabón. Pero un jabón está muy ancho, ¿qué si tampoco le cabe? «¿Qué si… qué si usamos un palo de escoba?» sugiere Pennsatucky. A los segundos, se retracta: «No, las astillas. Le quedará el culo lleno de astillas.» ¡Lo que le preocupa! «Dogget, no nos interesa su pinche comodidad.» «Claro, claro.» Pero ese es el punto también: al discutir lo que implica violar a alguien, la violencia se vuelve más que evidente. Todos esos «detallitos» importan y mucho.
Ejecutan el plan. Lo drogan y lo arrastran al cuarto de lavandería. Lo hacen mientras todas las reclusas están viendo una película. Lo acomodan en una mesa. Le bajan los pantalones. Agarran una escoba. Se ponen unos guantes. Y ahí está: un hombre a su merced. No sólo tenemos a dos mujeres discutiendo violar a un hombre, sino a dos mujeres ¡ejecutando el plan! Desafían la idea vieja de que una mujer siempre es vulnerable frente a un hombre, más en el terreno sexual. No lo es. Su vulnerabilidad no depende de su «naturaleza», sino del sistema que se asegura de tenerla sometida. En un mundo distinto, con el apoyo adecuado, la tecnología adecuada, la seguridad adecuada, las cosas podrían ser distintas.
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Llega el momento de la penetración. Pero ninguna de las dos lo quiere hacer. Se pasan la escoba de una a otra. «Esta fue tu gran idea sueca», le dice Pennsatucky. «Pero tú eres la víctima.» «Pero tú empezaste con todo esto. Yo nunca he hecho algo así.» «¿Y yo sí? He hecho chingaderas sumamente cuestionables en mi vida, pero… ¿la violación anal con un objeto extraño a un hombre inconsciente? Todavía no lo he tachado de mi lista.» «Boo, esto está cabrón y lo sabes, ¿verdad?» «Sí, claro, pero… Pensé que lo querrías hacer. Es mi regalo para ti. Para ayudarte canalizar la ira y la rabia.» «No tengo rabia», le dice Pennsatucky. Después de unos segundos, aclara: «Solo tristeza.» Hasta ahí llegó el plan. Lo visten y lo dejan ahí. Se regresan a la película.
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Boo se arrepiente. Lo debimos de haber hecho. ¡Se lo merecía! Pennsatucky no se siente mal con la decisión. Aceptémoslo, dice, no tenemos un espíritu violador. «Pues espero que te sirva de consuelo mañana que tengas que salir con él.» Ay, el detalle práctico: tener que seguir viendo al violador en la vida cotidiana porque no es un extraño, ajeno a la vida. Es parte de ella.
Y sí: le toca manejar con él. Se suben a la camioneta y él la trata como si nada hubiera pasado. Hasta le cuenta cómo se despertó en la lavandería sin saber cómo llegó ahí. Ella está absolutamente incómoda. Hasta que le dice que se está sintiendo mal. «Será ese momento del mes», bromea. Ella se pasa una salida. Él la agarra del brazo, diciéndole que qué le pasa. «¿Quieres que me ponga un poco violento?», le dice, con una sonrisa. Ella comienza a hiperventilar. Le da un ataque epiléptico y suelta el volante. La camioneta pierde el control.
En la última escena, vemos que Pennsatucky está bien. Le platica a Boo que le dio un «ataque rarísimo», sugiriendo que fue fingido. El punto es que ya no está capacitada para ser la encargada de la camioneta. Se ríen. A la distancia, está el guardia: tiene una rajada en la frente. «Sangró muchísimo», dice Pennsatucky, «no del culo, pero como quiera lo considero una victoria.» Apenas van a celebrar su pequeño «triunfo», cuando ven a la sustituta de Pennsatucky presentarse con el guardia. «Mierda», dice Boo. Quizá Pennsatucky está a salvo, ¿pero qué del resto de las mujeres?
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Y esa es la maldita pregunta que persiste.