No me parece arriesgado decir que el documental es la forma original del cine. Los Lumière no lo sabían pero sus películas sobre trabajadores saliendo de una fábrica y sobre un tren llegando a una estación eran los primeros ejemplos de un lenguaje que utilizaría la realidad para construir el sueño de sí misma. El documental no es, como asume la creencia popular, una rebanada de aire, de ciudad, de gente, de pájaros, que se nos presenta de manera natural o inocente. Si el cine de Werner Herzog, Jean Rouch, D.A. Pennebaker y Frederick Wiseman nos ha enseñado algo, es que el documental es una construcción que se vale de las imágenes del mundo para darle una forma palpable a las ideas que los cineastas tienen sobre él. El documental no es una rebanada de vida: es un intento de darle orden a la vida, de organizarla en secuencias, en temas, para opinar sobre ella.
Esto resulta casi irónico cuando uno ve las películas de Wiseman. Su empleo del tiempo permite al espectador asumir una presencia dentro del cuadro, es decir, a lo largo de tomas largas y estáticas, uno pensaría que está viendo en persona los tesoros del arte británico en National Gallery (2014), observando la cotidianidad de la vida universitaria en At Berkeley (2013), o participando en las reuniones de pequeños locatarios que se organizan contra la gentrificación en En Jackson Heights (In Jackson Heights, 2015). Wiseman, que nunca estuvo asociado al Direct Cinema inaugurado por Pennebaker, Robert Drew y los hermanos Maysles, es tal vez el mayor exponente de un estilo que intentaba observar los eventos con la mayor distancia posible y con la mayor aspiración a la credibilidad, al naturalismo. Pero mientras el Direct Cinema se dedicó a capturar las grandes concentraciones de la historia estadounidense, como las elecciones primarias de Wisconsin en 1960 o los conciertos masivos en Monterey y Altamont, Wiseman prefirió escenas no necesariamente de pudor pero sí de aparente liviandad. Su quieto manejo de la cámara también contrasta con las ágiles maniobras de sus contemporáneos, que con inestabilidad y velocidad revelaban la presencia del operador. Todo esto ha hecho de Wiseman una figura marginal pero, a mi juicio, formalmente muy superior a todos sus contemporáneos.
En su filme más reciente, que ahora se estrena en México, En Jackson Heights, Wiseman desafía el optimismo con que este vecindario neoyorquino se anuncia como el espacio más diverso del mundo. En este barrio de Queens se hablan alrededor de 170 idiomas, quizá suficientes para asumirse como un rival serio para Epcot Center. Sin embargo sus tensiones, su marginación y su temor a ser absorbido por los grandes capitales le arrebatan parte de la alegría que ha hecho famoso al parque de diversiones. El mundo puede ser pequeño en ambos lugares, pero en Jackson Heights también es voraz. Aun así Wiseman no recurre al melodrama ni cede al pánico; su cámara captura de igual forma los desfiles, las plegarias, las tardes tejiendo chismes y suéteres, el cabildeo contra la gentrificación, las conmemoraciones para nunca olvidar la fragilidad de la tolerancia. A lo largo de poco más de tres horas, Wiseman se da tiempo para observar el vecindario con un sentido del ritmo y de la composición que desafían —y en mi experiencia— vencen el hastío de una película en la que no hay grandes momentos dramáticos. La serenidad permanece incluso cuando inicia un pequeño disturbio durante la transmisión de un juego del mundial de futbol. Inmigrantes colombianos son arrestados por la policía en medio de golpes y gritos pero la fotografía nunca se asemeja a los caóticos movimientos de los camarógrafos periodísticos. Wiseman, como el brillante documentalista que es, mantiene la calma. Sabe que el dinamismo se construye en la cabina de edición.
Muchos espectadores quizá se pregunten qué dinamismo podría tener una película como la que acabo de describir pero Wiseman logra combinar ágilmente pequeños montajes que nos muestran las calles, las estaciones de metro, los restaurantes, los puestos callejeros, con las largas tomas de gente hablando. Para Wiseman la actividad esencial en una comunidad es el discurso y la narración que conlleva. En muchas escenas, la cámara se concentra en un personaje hablando, explicando su situación en búsqueda de empatía y soluciones. Así vemos a personas en grupos de apoyo contando historias sobre migración y sobre la discriminación contra mujeres transexuales; a un profesor en una escuela de taxistas explicando con chistes qué significan los señalamientos de tránsito, o a una anciana contándole a sus amigas su fijación con hombres gay como Tyrone Power. ¿Qué dirá eso de mí?, les pregunta en broma.
Pero quizás el tema central de En Jackson Heights es la vulneración de los más débiles en nombre de los grandes capitales. La gentrificación amenaza decenas de comercios pequeños con más de 20 años de antigüedad que podrían ser reemplazados por los habitantes ricos de Manhattan. En varias escenas Wiseman se concentra en las quejas y las propuestas de activistas y comerciantes mientras organizan la defensa del vecindario. Siempre vemos a los más elocuentes entre ellos, a los más interesantes y los mejores narradores, en un exitoso intento por convertir una imagen estática en un monólogo casi teatral. El subterráneo drama de la cotidianidad se asoma, después de todo, pero se vuelve a esconder cuando Wiseman nos invita de nuevo a pasear en las calles. Tal vez sea un hombre de izquierda pero el veterano director es ante todo un elegante mirón cuyo placer más grande es voltear a su alrededor.
Marshal McLuhan pensaba que la televisión era una forma de ir a un lugar sin moverse. En una exageración similar, me atrevo a pensar que Wiseman nos extrae de nuestras habitaciones para explorar otros ambientes con él. Aunque antes comenté la naturaleza subjetiva del cine documental —y mi parte racional lo sostiene—, pienso que de alguna forma En Jackson Heights no es meramente una película sobre Jackson Heights sino la experiencia misma de Jackson Heights.