Los millennials lo tienen todo —lo tenemos, porque sin importar mi distancia de mi generación pertenezco a ella—: una adolescencia inacabable y una situación económica que la justifique; una historia y una iconografía traídos de la infancia que videos y publicaciones en Buzzfeed asumen como los iconos de nuestra adultez; el propio Buzzfeed; nuestro pop, una hibridación entre el hip hop y la música electrónica que vino a matar al rock de nuestros padres y abuelos. Sin embargo, aunque Xavier Dolan ya ha construido una filmografía que manifiesta el orgullo de ser millennial con su espaldarazo a la diversidad y el berrinche de ser niños obligados a pertenecer al mundo adulto, ninguna película con suficiente atractivo comercial se había aventurado a ser de manera evidente “nuestra película”. Se puede argumentar que Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños (Scott Pilgrim vs. the World, 2010), de Edgar Wright, ya capturó el ethos millennial: en ella nos encontramos con el videojuego como estética visual, la música —la creatividad— como forma de vida y la comuna como familia, sin embargo su trama sobre un romance adolescente no me parece tan culturalmente relevante como la de Un cadáver para sobrevivir (Swiss Army Man, 2016).
En esta película de Daniel Scheinert y Daniel Kwan, o, colectivamente, Daniels, un cadáver interpretado por Daniel Radcliffe se convierte en el mejor amigo de un joven tímido, inseguro y berrinchudo interpretado por Paul Dano. Juntos encontrarán en la amistad un arma contra la vergüenza y un refugio contra la norma social, además de un escatológico viaje de regreso a casa después de quedarse varados en una costa. La sola trama nos sugiere una mezcla entre lo más infantil y lo más adulto. Por un lado está la naturalidad con que el niño percibe el mundo y sobre todo el cuerpo —Manny, el cadáver, es una bolsa de pedos que revienta excesivamente durante el comienzo de la película—, mientras que por el otro lado está Hank, el sobreviviente que se ve en la necesidad de civilizar a su amigo, que es también lancha, encendedor, hacha y otras herramientas. En una escena Hank le explica a Manny qué es la masturbación y por qué es algo que debe quedarse en la intimidad de los gemidos discretos. Manny no se explica por qué habría que esconderse para darse placer o por qué uno debería aguantarse los pedos —en su caso, una preocupación seria—.
Desde el comienzo de la cinta los Daniels nos indican claramente de qué lado se encuentran sus simpatías. La primera imagen es la de un barco de papel decorado con mensajes de Hank que muestran mayor preocupación por el aburrimiento y la soledad que por la seria posibilidad de morir. La película se presenta de esta manera y con la aparición posterior de Manny como una farsa que celebra el estilo millennial con un sentido del humor a la vez vulgar, escatológico e inocente. Su intención no es espantar a la audiencia, como lo fue en el caso de Mis zonas húmedas (Feuchtgebiete, 2013) —una cinta de cualidades similares—, sino atraerla a una perspectiva que ignora la vergüenza y el pudor que nos enseñaron las religiones. Los Daniels incluso intentan demoler la noción de lo adulto en varias escenas, en particular en una en la que Hank le explica a Manny, que ha olvidado la vida, qué es una película. Ambos culminarán la escena tarareando un tema clásico en la memoria millennial pero prefiero que el espectador descubra por su cuenta cuál es. El punto es mostrar cómo la niñez liga a la generación y le da una identidad que se opone a la seriedad de “los grandes”.
Como las mencionadas Scott Pilgrim y Mis zonas húmedas, Un cadáver para sobrevivir usa un estilo de edición que permite exagerar algunos movimientos físicos y darle un dinamismo de caricatura a los personajes. En ocasiones la película se parece más bien a alguna serie animada de Cartoon Network, lo cual responde a las necesidades estéticas de nuestra generación. Hank, por ejemplo, pareciera un representante de lo millennial con su ingenio creativo y su estética tan endeudada con el diseño gráfico contemporáneo —nótese el barquito del comienzo—. Para explicarle a Manny cómo convivir en sociedad y, más específicamente, cómo hablarle a una muchacha, Hank crea un autobús con ramas, hojas y demás materiales que encuentra. La improvisada cereza del pastel —de lodo, por supuesto— es su disfraz de mujer con el que ayuda a Manny a entender lo que es el amor. Todo resulta tan infantil, más que camp o kitsch, que nos damos cuenta del ingenio millennial que dibuja todo en Un cadáver para sobrevivir, incluso los temas y, lamentablemente, una contradicción que le quita mucho peso al final.
El juego entre los dos amigos es tal vez el máximo bromance —el romance entre dos bro’s— que se haya visto en el cine reciente. No es meramente una exaltación de la amistad o una parodia de la relación entre hombre y mujer sino, como ya lo vimos, una educación sentimental y finalmente un grotesco llamado a la diversidad. El problema de la película está precisamente en cómo pasa de ser una farsa enérgica y desvergonzada donde la erección del cadáver indica el camino a casa, a convertirse en un melodrama romántico donde se descubre una elección que cambiará la vida y desafiará toda expectativa. Ni siquiera se percibe un tono de burla en ello sino una convicción genuina de que la orientación sexual es el remedio de los rechazados. Si no es con una, será con otro. En este sentido, Un cadáver para sobrevivir termina siendo justo el tipo de película que se aferraba a desafiar: la comedia romántica. Después de regañar a Manny por sus modos infantiles, Hank confiesa: “Sueno como mi papá”. Los Daniels intentan, con Un cadáver para sobrevivir, dejar de sonar como sus padres —cinematográficamente hablando— pero la conclusión de su película es justamente un eco del cine que los precede. Habrá que quedarnos con Scott Pilgrim.
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