Para el potencial espectador de 7:19 (2016) quizá sea fácil despreciar una película sobre dos hombres inmóviles que esperan el rescate tras el terremoto de 1985. ¿Qué les vemos? Sin embargo, hace pocos años una cinta sobre un solo hombre inmóvil que espera el rescate, Sepultado (Buried, 2010), no sólo se llevó el aprecio de la crítica sino también el dinero de los espectadores, que le hicieron ganar 17 millones de dólares a una película producida sólo con dos. Además, a su protagonista, Ryan Reynolds, la cinta del español Rodrigo Cortés le dio la oportunidad de mostrar un talento que hemos deseado ver otra vez desde hace seis años. Por otra parte habría que considerar que la única película notable sobre el temblor de 1985 es protagonizada por Pedro Weber ‘Chatanuga’ y Mario Almada. Su nombre, Trágico terremoto en México (1987), sugiere más un cabezal de tabloide que un examen sobre el desastre y la sociedad que lo sufrió. La película es peor.
7:19 es, entonces, un evento: el primer filme que aborda su tema con seriedad y que intenta contarlo a partir de un desafío técnico y narrativo que ansía un lugar en la historia del cine nacional. Tomando en cuenta a sus predecesoras, la cinta resulta considerable aunque no magistral. Didáctica como Trágico terremoto en México y visualmente inferior a Sepultado, la cinta de Grau es a pesar de todo una tentativa decorosa de recordar no sólo la catástrofe sino su relación inseparable con los peores vicios de la sociedad mexicana. En una decisión que no sólo separa a la narración del cliché —“la desgracia nos vuelve hermanos a todos”— sino que además le da un contenido social relevante y vigente al filme, el director introduce un conflicto de clases entre los protagonistas. En él se basan buena parte de la interacción y la tensión dentro de la película.
Situada en un edificio de gobierno que se desploma sobre quienes trabajan en él 7:19 aprovecha su locación y los roles de los personajes, un alto funcionario (Demián Bichir) y un velador (Héctor Bonilla), para exponer no una sociedad reunida para rescatar a los que quedaron bajo las ruinas, sino un par de facciones en guerra. Los personajes proletarios introducen el conflicto al quejarse de sus vidas antes del terremoto. Ninguno parece haberla disfrutado mientras trabajaban en labores mecánicas sin futuro. Más adelante, el funcionario burgués, un poco prepotente y muy coqueto, confiesa haber tenido algo que ver con el derrumbe del edificio. La desigualdad social se hace más obvia frente a la muerte, acaso lo único que tienen todos los personajes en común. Sin embargo Grau aborda el tema hasta la redundancia. Si Trágico terremoto en México insistió mañosamente en la maldad del materialismo, el aborto y la prostitución, 7:19 se obstina en resaltar las diferencias entre el rico licenciado Pellicer y el pobre velador don Martín. Parafraseando a Marx, estamos ante la lucha del materialismo didáctico. En un punto, incluso, el viejo trabajador y sus colegas, a quienes sólo escuchamos, cantan juntos una canción popular mientras el licenciado musita Nessun dorma, la famosa aria de Puccini donde Calaf, un joven enamorado de una princesa imposible, declara que al alba vencerá. ¿Cuántos funcionarios públicos conocen la letra de un aria o siquiera han ido a la ópera? En función de la denuncia, los hombres se convierten en caricatura.
Uno de los aspectos más sorprendentes de Sepultado fue la habilidad de su director para romper el tedio visual con técnicas influenciadas por Alfred Hitchcock. Recuerdo en particular una expresiva imagen en que la caja donde está encerrado el protagonista se extiende hacia arriba como una chimenea sin fin. El personaje se ve empequeñecido y trivial ante una oscuridad que lo abruma. Rodrigo Cortés traspasó la realidad física para expresar la sensibilidad de su personaje y nos dio una escena memorable. Grau, por el contrario, se obstina en el realismo salvo por una breve —e inquietante— secuencia de sueño, mientras que en sus imágenes más visionarias parece estar presumiendo el diseño de producción —su set, en buen anglo-mexicano—, en vez de crear una atmósfera o un significado. Sin embargo sí hay aspectos evocadores de Hitchcock que le dan a la primera secuencia mucho valor cinematográfico.
Al principio de la película Grau nos presenta a un elenco muy vasto. Es la hora en que los personajes llegan a la oficina y conocemos a todos en un plano secuencia con una coreografía impecable. La cámara sigue a unos y regresa para escuchar las conversaciones de otros mientras se establecen los caracteres de personas que pronto desaparecerán, al igual que en Psicosis (Psycho, 1960), de Hitchcock. En el clásico sobre una mujer que se topa con un asesino serial, la vida de Marion Crane (Janet Leigh) se interrumpe cuando es asesinada por Norman Bates (Anthony Perkins); en la cinta de Grau un terremoto mutila la historia de los personajes, tal como el que devastó la Ciudad de México en la vida real, y nos deja sólo un puñado para representarlos a todos.
En las primeras escenas bajo los escombros Demián Bichir da una interpretación compleja de un hombre repentinamente enfrentado a la oscuridad y la parálisis. Su respiración, sus gestos y su mirada apenas visible muestran una desesperación genuina que remueve la máscara del licenciado Pellicer, más pose que hombre. Este rol se aprecia en uno de muchos gags dispuestos en la trama para aliviar la tensión: Pellicer se hace llamar doctor y don Martín lo corrige: es licenciado. El humor resulta sorpresivo en una película que más bien pretende conmover al espectador pero probablemente ayude a muchos a soportar el encierro y a reafirmar los temas de la película.
El problema de 7:19 no es de ninguna manera su intención de denuncia; más bien es, como ya lo vimos, la insistencia con que en vez de humanizar sutilmente a sus personajes, explícitamente los juzga y los etiqueta. Pellicer no es más que el licenciado abusivo y Martín no es más que el don que cuida la oficina. Si de etiquetas se trata, las de héroe y pelado les quedan mejor a Almada y a ‘Chatanuga’.