La ciencia ficción, sobre todo la distopía, que se sitúa en imperios fascistoides del futuro, requiere siempre de una consciencia más allá de lo narrativo. Este género exige una imagen del mundo no como podría existir de continuar el statu quo, sino como existe a ojos de los oprimidos. Bajo la franquicia de Los juegos del hambre (The Hunger Games), por ejemplo, se esconde el rencor de un adolescente que ve en la autoridad una farsa en el sentido de género dramático y en el de engaño. Este rencor, por supuesto, lo llevan dentro los protagonistas, pero también sus creadores, que se dibujan a sí mismos en sus héroes. La venganza o la justicia se reclaman con la revolución violenta en la narrativa, pero también existen desde la mera creación de los elementos ficticios. El creador reparte juicios desde el instante en que construye una trama revolucionaria y maniquea donde los adultos son caricaturas controladoras en ropa anticuada, ridícula, que evoca a la aristocracia que cayó en la Revolución Francesa. Sus rituales y formalidades son símbolos de la mentira en que incurre el mundo social adulto y están diseñados para que los adolescentes, el público objetivo, identifiquen sus propios juicios contra sus familiares y conocidos más despreciables entre padres, maestros y patrones, es decir, las figuras de autoridad. Crear a los villanos de Los juegos del hambre equivale a dibujar el satírico retrato del profesor en el salón de clase. Pero lo que en la escuela es motivo de regaño, en Hollywood es un producto que simula la libertad y permite la autoindulgencia.
Si existe la nobleza en la retorcida pesadilla de Los juegos del hambre está en el corazón de los jóvenes pobres, que se alzan en contra de un mundo de privilegios e ilusiones. Su actitud y sus modales, caracterizados por una honestidad inquebrantable, son el futuro de la humanidad. Es evidente la incomodidad de Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence) cuando es obligada a vestirse y a comportarse como una dama cuando vence en los juegos de la primera película. El mundo adulto pretende absorberla, pero su adolescencia, sinónimo de un espíritu inocente aunque no ingenuo, se lo impide. La fantasía adolescente concibe a su creador y héroe, el niño al borde de la adultez, como un instante de madurez absoluta, superior moralmente a todos sus pares porque no ha caído en la vulgar necesidad de mentir. Y es cierto. La ausencia de responsabilidades le permite huir del mundo. Su cuerpo joven puede tolerar cualquier trabajo a cambio del puñado de dólares —o pesos— que le garanticen su libertad. Pero el punk muere cuando comienza a comprar los pañales y a pagar los impuestos. La hipocresía ausente de series y franquicias como Los juegos del hambre o Divergente (Divergent) es la de los propios jóvenes, cuya revolución termina cuando los privilegiados son ellos. Mientras llegan a ese punto, las diferencias entre clases sociales sugieren dos planos de realidad completamente distintos: los pobres existen en un mundo primitivo donde se actúa con un civilizado estoicismo, mientras los ricos disfrutan en su largo sueño de platillos exóticos y espectáculos terribles que revelan la satisfacción de un instinto primario.
Snowpiercer (2013) —me rehuso a llamarla El expreso del miedo— mantiene estos elementos típicos de las obras que denuncian el abismo entre una clase dominante y sus desposeídos, pero agrega dimensiones fascinantes a lo que podría ser una película de acción trascendente sólo gracias al genio visionario de su director, Bong Joon-ho. En vez de eso, Bong hace una declaración inmensa sobre el orden en la sociedades humanas: es indispensable, pero sobre todo ineludible. Ante las rebeliones idealistas del cine distópico adolescente, Bong atrae al gran público con una película que elude los caprichos del cine preparatoriano con personajes adultos, alude a la historia de las revoluciones con su simbolismo marxista —“Si controlamos el motor”, dice uno de los personajes como si hablara de los medios de producción, “controlamos el mundo”— y reconoce de manera melancólica la inevitabilidad de estratos y contratos sociales. Su desenlace promete un mundo nuevo, claro —la desesperanza no financia grandes producciones—, pero la promesa final no llega sin renuencia. El descubrimiento de un pacto secreto es el centro de un filme que explora las redes políticas encargadas de someter a las mayorías y evidencia las transiciones como una desilusión a la que nos condena la historia. La única salida es rebelarse, como lo propone Albert Camus en El hombre rebelde, contra la historia misma.
Al igual que los estrenos de Los juegos del hambre y Divergente, la aparición de Snowpiercer en nuestro tiempo resulta caprichosa. La edad de las revoluciones ha muerto en Occidente, donde la promesa de un nuevo orden ya fracasó demasiadas veces. El inicio de la trama, sin embargo, nos muestra un problema de mayor urgencia: para lidiar con el calentamiento global, la humanidad suelta en la atmósfera una sustancia llamada CW7, que reduce la temperatura del planeta hasta congelarlo. Los sobrevivientes suben a un tren que recorre todos los continentes cada año hasta que se descongelen, mantenido por fuentes de energía autosustentable. Bong imagina el mundo posterior al colapso de la sociedad como el apéndice de un pasado que ya se creía muerto. En el tren, que simboliza las divisiones dentro de las sociedades, reviven el autoritarismo y el darwinismo social de Hitler, que consideraba indispensable el exterminio de los débiles. Incluso la obsesión por el orden que expresa la ministra Mason (Tilda Swinton) evoca la sensibilidad dictatorial del fascistoide doctor de Investigación de un ciudadano libre de toda sospecha (I Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto, 1970), de Elio Petri, con un tono satírico similar que abandona la realidad pero no sus mecanismos.
El triunfo de Bong es que, a diferencia de las distopías adolescentes que rodean a su filme, Snowpiercer cancela toda intención de realismo o verosimilitud en favor de una cinta visionaria con sus grotescas imágenes de una humanidad injustamente repartida entre lo tribal y lo aristocrático. En cierta medida, se puede decir que Snowpiercer está a la par de Mad Max: Furia en el camino (Mad Max: Fury Road, 2015), de George Miller, debido a la compulsión de crear no una visión creíble del futuro, sino una completamente descabellada. Miller lo hace por advertirnos de un retorno a la prehistoria mientras que Bong imagina el regreso de las aristocracias decimonónicas y de la sociedad burocrática soviética. Entre las humillaciones de la ministra Mason, que iguala a los miserables a los zapatos y a los ricos a los sombreros; la música de clavicordio que ambienta un invernadero, y un ridículo salón de clases donde los caprichosos hijos de la aristocracia se comporta con prepotencia hacia los pobres y obediencia absoluta hacia el líder carismático Wilford (Ed Harris) y su “sagrado motor”, Bong crea un futuro muy parecido a los siglos XIX y XX en lo que podría ser el XXI. Y de alguna manera ya lo es: el abismo entre ricos y pobres es más grande y más hondo que nunca y la tecnología ya es un fetiche indispensable. Bong, desafortunadamente, no indaga en sus temas ante las necesidades del filme de acción, pero sí trasciende la imagen del futuro posapocalíptico que otros nos han vendido.