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Dunkirk: la guerra personal de Nolan

Dunkirk: la guerra personal de Nolan
28/07/2017 |10:23
Redacción El Universal
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Si el cine es una religión, Nolan es uno de sus más fervientes cruzados. Montado en su caballo negro y con la holgura que le otorga disponer del apoyo de una major (Warner Brothers), amén de una sólida carrera en Hollywood, el británico lleva años en una lucha personal por regresar al cine a su status de gran evento. Bajo su óptica, el cine es una experiencia que no se puede replicar fuera de la gran sala. Enemigo de lo digital -el hombre sigue filmando estoicamente en celuloide-, para Nolan el cine es un compromiso, tanto del que lo hace como del que lo ve. Como realizador se compromete a entregar una historia inteligente e interesante, una experiencia que se quedará en la memoria. A cambio sólo exige el compromiso de la presencia, de acudir al templo que es la sala, apagar el maldito celular y entregarse por dos o tres horas al ejercicio colectivo de la imagen, el sonido y el movimiento.

Más que una película de guerra, Dunkirk (USA,2017), su más reciente cinta, es un statement, una declaración de principios sobre cómo es que Christopher Nolan entiende la experiencia de ir al cine.

Dunkirk es, sin duda, una evento cinematográfico como hace mucho no veíamos. El viaje es abrumador, emocionante e inmersivo. Pocas veces hemos sido testigos de un ejercicio de combinación técnica como este. El flujo de imágenes en pleno aprovechamiento del gran formato de IMAX, mezclado con un score musical/sonoro invasivo (machacante, tramposo, pero efectivo), generan toda una serie de sensaciones que van desde el vértigo, la tensión y el asombro.

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La pantalla literalmente tiembla con la música y los ruidos armónicos del compositor Hans Zimmer mientras la vista se pierde en aquellas tomas que lo mismo emulan por momentos un videojuego de combate aéreo que recrean imágenes melancólicas de guerra y sobrevivencia: aquella imagen, terrible por sí misma, de los miles de soldados británicos haciendo fila para escapar de Dunkerque, Francia, al ser acorralados por las fuerzas nazis que invadieron aquel país en 1940.

Y a pesar de su grandilocuencia, Dunkirk es también una cinta que se narra desde la intimidad de las miradas. La mirada siempre al horizonte del comandante interpretado por Kenneth Branagh, a la espera de una nueva embarcación que los rescate. En sus ojos se revela la desesperación de saber que no podrá sacar de ahí a todos sus muchachos y la angustia de estar tan cerca y tan lejos de casa. La mirada de Cillian Murphy interpretando a un soldado ya enloquecido, que trata de huir del horror y que sin embargo no logra escapar de la playa; en su mente tal vez nunca lo haga. La mirada apacible, casi acogedora de un Mark Rylance convencido en su misión autoimpuesta de rescatar a los más que pueda en su pequeña embarcación.

Nolan logra retratar con suma efectividad la reservada desesperación de los ingleses (“quiet desperation is the english way”) que no pueden sino seguir haciendo fila para que alguien los rescate, que no pueden sino agacharse y hacerse chiquitos cuando en el cielo aparece un avión enemigo y les dispara o los bombardea. No hay a dónde correr, es una carnicería, y sin embargo, siempre habrá pan con mermelada y té. La barbarie no nos arrebatará lo que nos hace humanos y civilizados. Un piloto es derribado de su avión, rescatado por una diminuta embarcación y lo primero que dice al subir a bordo es “Good Afternoon”. El mundo se puede estar acabando, pero los modales son los modales. Keep Calm and Carry On.

Lo hermoso del asunto es que a pesar de ser esto una montaña rusa, Nolan en realidad no está recurriendo a ningún truco sucio bajo la manga: no usa 3D, prácticamente no hay tomas en computadora (y si las hay no se notan), ni usa video digital para filmar. Lo único que utiliza son las herramientas básicas de la cinematografía, una cámara de formato amplio (IMAX 70mm), celuloide, música, edición. Nada más.

La experiencia de Dunkirk es irrepetible. Nolan tiene razón. Netflix jamás podrá recrear algo como esto.

Pero si hacemos un lado la experiencia, el resto es un poco famélico. No hay realmente una historia en Dunkirk, la historia es la Historia. Esto es casi un libro de texto, una fría y calculada recreación de un momento importantísimo para el Reino Unido, para Francia, para Europa y para la humanidad entera.

Nolan intenta decir algo (como ya lo hizo en Batman) sobre el heroísmo y las muchas formas de la victoria. Bajo el contexto de esta guerra, sobrevivir y escapar fue un triunfo. A Nolan no le interesan las historias individuales, la colectividad fue un héroe por sí mismo, los soldados anónimos así como los civiles que llegaron a rescatarlos.

Es por esto que más que personajes, Dunkirk tiene viñetas, intercambiables en su mayoría, anónimas, sin diálogos más allá de ciertas líneas. En su afán por contar la Historia, Nolan se olvida del individuo y apuesta por lo colectivo. Presume de haber calculado todo con precisión matemática y el resultado -en la mayor parte del tiempo- es tan frío e impersonal como lo pueden ser los números. Tan limpio que sus soldados se ven frescos, perfectamente afeitados, y en sus pocas escenas de combate no se ve sangre ni víscera. A Nolan no le interesa mancharse las manos ni perturbar con el color rojo a la audiencia.

No obstante, el director si le exige a su audiencia. La edición a tres tiempos, en tres planos de acción (la batalla aérea, lo que pasa en la playa y lo que acontece en una pequeña embarcación el mar) resulta en el peor de los gimmicks. Obliga al espectador no sólo a no perder detalle, sino a armar la película en su cabeza. La obsesión de Nolan por la relatividad del tiempo deriva aquí en un ejercicio exhaustivo pero superfluo. Una complicación que no aporta demasiado.

Todo esto le resta al producto como película. Nolan parece más interesado en hacer un statement sobre las posibilidades del cine. Está más interesado en hacernos entender que el viejo cine, aquel edificio con butacas y una pantallota blanca, está lejos de estar muerto, que no le hacen ni cosquillas las descargas digitales ni los streamings. Nolan quiere que vayas al cine otra vez. Y claro, lo logra, pero después de bajarnos de esta montaña rusa, ¿qué queda?

“Surviving is enough”. Para Nolan el espectáculo es suficiente y se equivoca. No lo es. Nunca lo debe ser.

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