Basada en un manga publicado en 1989, escrito por Masamune Shirow, y que se volviera fundamental en la corriente cyberpunk de finales de los ochenta y principio de los noventa (historias que hablaban del peligro inherente en la relación hombre-máquina) pero abrevando directamente del exitoso e influyente anime dirigido en 1995 por Mamoru Oshii, Ghost in the Shell (USA, 2017) es una cinta que llega tarde: el cine ya se había encargado de retomar los temas y el estilo visual tanto del manga como del anime, dando como resultado una obra mayor del género llamada The Matrix (Wachowskis, 1999).
Así, es imposible no reconocer en esta nueva Ghost in the Shell ciertos ecos de aquella cinta de 1999 (Major caminando en las paredes mientras dispara su arma no es sino Trinity haciendo lo propio), así como homenajes/saqueos a otros clásicos de distopía tecnológica como Blade Runner (Scott, 1982) , The Terminator (1984) o incluso Robocop (Verhoeven, 1985).
El director Rupert Sanders (con más experiencia en videoclips y publicidad que haciendo cine) lucha afanosamente por encontrar una identidad visual propia. Y aunque por momentos pareciera que estamos viendo un screensaver de Windows, lo cierto es que logra entregar una cinta de una extraña belleza, tan hermosa como artificial: ya sea por esos paisajes citadinos muy a lo Blade Runner, ya sea por los movimientos de cámara del cinefotógrafo Jess Hall o simplemente por lo que realmente nos convoca, una Scarlett Johansson absolutamente magnífica y entregada a su papel de cyborg femenina, letal, pero con los problemas existenciales que le hacen preguntarse los básicos: ¿quién soy?, ¿cuál es mi historia?, ¿cuál es mi propósito?
Estamos en el futuro. Los humanos, la red y la tecnología conviven en una relación simbiótica. Todos estamos conectados y es común que los humanos tengan “mejoras tecnológicas”, ya sea un brazo, la vista o incluso partes del cerebro fusionadas con elementos cibernéticos. Pero de entre todas esas maravillas de la tecnología, la Major (etérea Scarlett Johansson) es la más especial. Creada a partir de un cerebro humano pero con el cuerpo de un cyborg en forma de una atlética mujer, la comandante Matoko Kusanagi fue creada ex profeso para ser el músculo de la División 9, un área de la policía encargada de investigar crímenes cibernéticos.
Su caso más reciente es el de un hacker/terrorista que entra en la mente de aquellos conectados a la red para manipularlos o robarles sus pensamientos. Las víctimas se vuelven marionetas controladas por un ente que se encuentra en todos lados y ninguno. La red como el gran titiritero de todos aquellos que están en línea.
Este caso empieza a levantar dudas existenciales en Major. ¿Es que acaso no es ella misma un títere creado por una corporación?, ¿el pasado que recuerda es real o es solo una ilusión más? La paranoia invade al androide más perfecto jamás creado, por lo que irá en busca de las respuestas.
En comparación con el material original, hay serios huecos en esta versión con actores reales. El principal: privilegiar las secuencias de acción por encima de la reflexión existencialista. El anime original era uno que se permitía ser contemplativo, donde Major reflexionaba constantemente sobre el dilema de lo humano y lo artificial, sobre su existencia y sobre si el tener un cerebro (un ghost) la hacía un ser humano poderoso o un cyborg con un gran defecto.
Si bien Sanders logra crear ciertas atmósferas donde se privilegia el silencio contemplativo (cosa cada vez más rara en una cinta de acción), lo cierto es que el hombre -al igual que Major- tiene que responder a los intereses de una corporación que busca filmar no una cinta existencialista sino un blockbuster dirigido principalmente al mercado asiático al tiempo que deja contentos a los mercados occidentales. Esa presión termina por mutilar el material original, principalmente rumbo al desenlace, que dista mucho del casi poético final del anime original.
No obstante, todos estos vacíos se llenan gracias a Scarlett Johansson. El flujo autoral en esta cinta no proviene del director sino de la actriz cuya interpretación de la Major es un paso más en su serie de personajes (Lucy en la cinta homónima de Luc Besson, The Female en Under the Skin, de Jonathan Glazer) etéreos y hermosos que habitan una otredad inasible. Scarlett llena la pantalla con su rostro hermoso y a la vez artificial en constantes y sostenidos close up (vean la película en IMAX, por favor) con una mirada fría y vacía que exige el personaje.
La desnudez se ve forzosamente matizada por el traje “térmico” que le permite la invisibilidad. La tensión sexual por ende se hace menos evidente aunque tratándose de Scarlett, todo se vuelve potencialmente lúbrico: su mirada, su voz frágil, sus labios o ese cuerpo perfecto del que no sabemos (ni queremos saber) si es producto del CGI o de la naturaleza. Otro dilema que con propiedad plantea sin querer la cinta.
Esta historia merecía un director más experimentado, merecía mayor libertad, merecía más reflexión y menos balazos. El cliché diría que se privilegió la forma sobre el fondo; puede ser, pero cuando la forma está a cargo de Scarlett Johansson, me temo entonces que no hay mucho de qué quejarse.