La predilección de la Administración Trump por las bravuconadas y el fanfarroneo, la ausencia de una visión geopolítica coherente y consistente, la conmoción perpetua en la Oficina Oval y los ires y venires de altos funcionarios así como la predilección por desdeñar todo lo que precede a la gestión de este presidente, se han convertido en un coctel peligroso para las relaciones internacionales. Pero este viernes pasado, Trump ha dado otro paso más -y peligroso- hacia la destrucción de un sistema internacional basado en reglas. Ese día, Estados Unidos cumplió con su amenaza -anunciada en febrero- y se retiró formalmente, después de haber agotado un reloj de seis meses, de un crucial pacto nuclear con Rusia. Por su parte, el Ministerio de Relaciones Exteriores ruso confirmó que el tratado está “formalmente muerto”. Y con esos pronunciamientos, sólo aumenta el temor de que se desate una nueva carrera armamentista nuclear y se acelere la rápida erosión de los esfuerzos de control de armas nucleares que tomaron décadas en construirse.

El histórico acuerdo, conocido como INF por sus siglas en inglés, fue firmado en diciembre de 1987 por el entonces presidente de EU, Ronald Reagan, y su homólogo soviético Mijaíl Gorbachov, para terminar con el despliegue de misiles nucleares balísticos de alcance intermedio y sus vectores -los misiles Crucero y Pershing estadounidenses y los SS-20 soviéticos- en suelo europeo. De un plumazo no sólo eliminó -con la destrucción de un total de 2,692 misiles- una clase completa de armas; finiquitó la amenaza más significativa al corazón de Europa y se erigió en un hito que consolidaría el proceso de deshielo bipolar y el fin de la Guerra Fría.

En 2014, Barack Obama y la OTAN acusaron a Rusia de haber violado el tratado después de que este país probara de manera encubierta un nuevo tipo de misil Crucero basado en tierra, el SSC-8, que viola los límites al alcance de ese tipo de armas. Pero Obama finalmente optó por no retirar a EU del tratado bajo el argumento de que ello podría detonar una carrera armamentista.

Por su parte, Moscú acusó a EU de violar el tratado al desplegar un componente de su sistema de defensa antimisiles con capacidad ofensiva, utilizar misiles prohibidos en distintas pruebas y también drones armados que, según Rusia, son efectivamente misiles Crucero vetados. Tras años de desmentidos, el Kremlin reconoció recientemente la existencia de su nuevo sistema de misiles, mientras Putin cacareaba el desarrollo de misiles crucero hipersónicos. Pero en el trasfondo de las violaciones que efectivamente se han dado al tratado y los dimes y diretes entre ambas potencias, para Washington está adicionalmente -para no variar estos días- el contexto chino. Hay analistas y estrategas, junto con funcionarios de la Administración Trump como John Bolton que no conoce tratado nuclear que no quiera derogar, que argumentan que el Tratado INF supone una desventaja para EU frente a China, la cual no se enfrenta a ninguna limitación para desarrollar misiles Crucero y de alcance intermedio en el mar de la China Meridional, al no formar parte de dicho tratado.

El problema es que, además, se han juntado la proverbial hambre con las ganas de comer. Por más provocador que haya sido el comportamiento ruso, la decisión de EU de retirarse del acuerdo, en paralelo al hostigamiento constante de Trump a sus aliados de la OTAN en vez de buscar con ellos pactar con Rusia en un esfuerzo serio para reiniciar pláticas y traerla de regreso a la mesa de negociaciones, sólo minará en el largo plazo la seguridad tanto europea como de EU. Pero ni Washington ni Moscú movieron básicamente un dedo para salvar al Tratado INF. Por ello, si bien su muerte es ciertamente desafortunada, también es sintomática de un problema mucho mayor: el colapso del marco de estabilidad estratégica entre EU y Rusia, lo cual está alimentando a su vez la tensión y animosidad mutuas. La denuncia del tratado adicionalmente elimina un canal de comunicación diplomático vital entre ambas naciones. Y todo lo anterior es aún más preocupante en el contexto de la ausencia palmaria de objetivos estratégicos claros de política exterior y de defensa por parte de Trump y su gabinete.

Ciertamente estamos antes una crisis potencial. Pero en el griego clásico, la palabra krisis implica más que una circunstancia peligrosa; conlleva un punto de inflexión, una oportunidad. Para México, que forjó en la década de los sesenta un gran legado multilateral en materia de desarme y no proliferación, todo esto abre un reto seminal -pero también, sin duda, una oportunidad- para retomar nuestro liderazgo en la materia, sobre todo a la luz de la decisión de buscar regresar al Consejo de Seguridad de la ONU como miembro no permanente para el bienio 2021-22. Pero para ello, tendremos antes que conciliar esa presencia, necesaria en el siglo 21, con la persistencia de invocar principios de política exterior, como la no intervención, que son del siglo 19 y que corren a contrapelo de las responsabilidades que implica sentarse en ese recinto.

“Cuando algo como el INF se va por el caño como si nada, te demuestra el grado de amnesia que hoy existe sobre el poder de estas armas”, dijo George Shultz, el secretario de Estado que negoció el Tratado INF, en una entrevista el viernes. “Algún día será demasiado tarde”. Tiene toda la razón. Cuando la generación que vivió la posguerra y la Guerra Fría ya no esté con nosotros, sabremos verdaderamente si aprendimos o no las lecciones que nos dejó ese período tan aciago de las relaciones internacionales del siglo 20. El control de armas y el desarme son herramientas valiosas que las potencias nucleares -y la comunidad internacional- están en peligro de perder como resultado de una combinación de negligencia, ignorancia, autocomplacencia y cálculos erróneos. Y ello puede tener efectos desastrosos, para todos en el actual sistema internacional fluido, volátil y multipolar.

Consultor internacional

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