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Hacer el balance de un sexenio no es fácil: siempre hay cosas buenas y malas, y cada quien juzga conforme a sus intereses y conveniencias. No obstante, una valoración contundente respecto al desempeño del gobierno de Enrique Peña Nieto, fue la apabullante derrota electoral del PRI, y el hecho de que quien llegó a la Presidencia con una aprobación de 60%, la dejara con 68% de desaprobación… vox populi, vox Dei. De la misma forma que los escándalos de la Casa Blanca y de Ayotzinapa iniciaron la caída, en la política exterior el declive comenzó con la fatídica invitación de agosto de 2016 al candidato Trump. Si bien antes de ello no hubo nada espectacular pues las relaciones externas se condujeron con mediana normalidad —apoyada con un desmesurado gasto en propaganda: “Saving Mexico”, “The Mexican Moment”, “La niña de sus ojos”, etc.—, con ese garrafal error comenzó una conflictiva relación con Washington que nunca se supo manejar. Como la piedra angular de nuestra política foránea es la relación con la superpotencia alrededor de la cual se definen los vínculos con otras naciones, al descomponerse dicho eje prioritario todo lo demás se afectó. La realidad fue que, desde que entró en vigor el NAFTA en 1994, se dejó de tener una política hacia el vecino del norte: ingenuamente se consideró que los nexos binacionales ya estaban debidamente institucionalizados y encarrilados. El descuido o desdén del gobierno peñista lo evidencia el que tuvo tres improvisados cancilleres y cuatro embajadores en Washington (salvo uno, todos improvisados, dejando acéfala la embajada por casi nueve meses), que no se designaron y rotaron de acuerdo a intereses nacionales, sino de las conveniencias políticas del grupo gobernante. A última hora se logró salvar el acuerdo de libre comercio, pero las relaciones quedaron sumamente dañadas, desconocemos el precio que se pagó por ello, y la entrada en vigor del T-MEC es incierta porque deberá ser aprobado por la nueva Cámara de Representantes dominada por los demócratas. Aun así y para enfatizar la lejanía y menosprecio que el gobierno saliente tuvo hacia la opinión pública, devaluó el Águila Azteca al otorgársela al yerno de uno de los presidentes más antimexicanos de la historia.
El saldo en materia de política exterior no es halagüeño. En nuestra relación prioritaria, amén de innumerables problemas que enturbian la vasta agenda binacional, prevalece un encono y resentimiento que durarán mientras Trump permanezca en la Casa Blanca, el futuro del T-MEC es impredecible, y el problema de los migrantes centroamericanos llegados a la frontera común es explosivo. El pendenciero periodo trumpiano patentiza la imperiosa necesidad de diversificarnos, pero, por una parte, nuestra imagen y prestigio están deteriorados por la corrupción, la impunidad, el narcotráfico, los feminicidios, las fosas clandestinas, los asesinatos de periodistas, etc. Por la otra, el ámbito latinoamericano está polarizado entre izquierdas y derechas radicales; carecemos de una clara estrategia hacia China; la Unión Europea está absorta con el grave problema del Brexit, etc. En síntesis, urge definir un inteligente y realista plan de acción: nuestro nuevo presidente solo ofreció en su discurso de toma de posesión mantener buenas relaciones con todo el mundo, impulsar inversión de México, Estados Unidos y Canadá para atenuar la migración centroamericana, y apegarse a los principios tradicionales de la política exterior. No obstante que es imposible estructurar el programa de gobierno de la anunciada cuarta transformación sin definir las acciones externas, sigue siendo una incógnita el rumbo que tomaremos a partir de 2019.
Internacionalista, embajador
de carrera y académico