Muchos presidentes del país vecino han mentido, calumniado o desvirtuado para justificar sus acciones y obtener apoyo de la opinión publica. Para sólo referirnos a algunos casos relativos a México, recordemos que en 1846 James K. Polk, para declararnos la guerra, sostuvo que los mexicanos derramaron sangre estadounidense en suelo estadounidense, siendo que las tropas de esa nación estaban en nuestro territorio. Woodrow Wilson calificó las reivindicaciones nacionalistas de la Revolución de 1910 como un ataque contra la civilización que era obra de espías del Imperio Alemán. Richard Nixon responsabilizó a México de la drogadicción de sus compatriotas para justificar su fronteriza “Operación Intercepción” de 1969. Y varios casos más. En síntesis, México y sus problemas históricamente han sido manipulados en Washington con fines de politiquería interna, siendo el actual nefasto momento clara muestra de cómo esa reprobable actitud perjudica nuestra descomunal relacional binacional.
En días pasados el jefe de Gabinete de la Casa Blanca, general John F. Kelly, fue llamado a la cena que Trump ofreció a los líderes demócratas del Congreso para convencerlos de las bondades de su posición sobre la migración, la frontera, el muro y el vecino del sur. Como podía esperarse, Kelly complació a su jefe: alarmó, asustó y presionó a sus interlocutores afirmando que México es un “narco-Estado fallido.” Este espantajo fue resucitado por ser útil propaganda para impulsar la agenda nativista, populista, demagógica y unilateralista, así como para complacer a la reducida horda de rednecks simpatizantes de Trump.
La ofensiva campaña electoral del año pasado y la rudeza e inflexibilidad mostradas en 2017 dejan ver que el actual gobierno no modificará su posición antimexicana. La primera revolución conservadora de Reagan no alteró esa infame postura, sino hasta que estalló el escándalo Irán-contras y el presidente fue amenazado con el impeachment. Como la supuesta “revolución” de Trump no es más que una caricatura de la anterior, los cambios sólo ocurrirán hasta que el impeachment o el russiangate cobren forma. En tanto llega ese afortunado día, debe abandonarse la ilusión de que es posible convencer, apaciguar o entenderse con Trump: infructuosa táctica seguida desde la contraproducente invitación al candidato republicano para visitarnos.
En efecto y por una parte, Trump no puede abandonar su narrativa original —cargada de xenofobia— porque perdería su base y legitimidad electorales. Por la otra, como tampoco le importan —ni entiende— nuestras relaciones binacionales o los intereses objetivos de su propio país, la prioridad es mantener inflada la botarga de su egocentrismo-narcisismo, y conservar el voto duro de sus racistas rednecks. En función de esto último retrasó patentizar solidaridad por el sismo en Oaxaca y Chiapas, e igualmente fue tardío y poco sincero al ofrecer ayuda a la Ciudad de México, para no caer de la gracia de quienes adoran su discurso de odio. Así como los judíos fueron el chivo expiatorio del criminal populismo de Hitler, los mexicanos lo estamos siendo del fascismo trumpiano. En tanto regresa la cordura a Washington, lo mejor es alejarse de la tempestad, conducir las relaciones con piloto automático institucional, reducir los contactos a un mínimo que garanticen la operatividad, y principalmente comenzar a responder con firmeza, dignidad y nacionalismo las imparables ofensas. El Bully seguirá atacándonos y humillándonos mientras no se le ponga un alto, y nuestra respuesta siga siendo pusilánime, timorata y débil. Sin duda, la asimetría es un importante factor a tomar muy en cuenta, pero la profunda interdependencia binacional proporciona a México varias cartas fuertes que no se han querido utilizar.
Internacionalista y embajador de carrera