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Como no hubo contundentes ganadores ni perdedores en las recientes elecciones legislativas, ambos bandos se adjudican la victoria. Los republicanos mantienen el control del Senado, incrementan su número de curules y ganan 18 gubernaturas. El esperado “tsunami azul” no se dio, pero los demócratas ganaron 14 gubernaturas y la Cámara de Representantes. Esto último es muy importante: en el Senado solo se disputó un tercio de sus 100 curules, pero como en la cámara baja fueron todos sus 435 asientos, su elección equivale a un referéndum nacional sobre el actual gobierno, pues igualmente es una elección popular directa sin Colegio Electoral. Los dos partidos lograron que sus seguidores votaran copiosamente, pero aunque los republicanos conservaron su base dura, perdieron simpatizantes moderados que en 2016 votaron por Trump. El país, en suma, agudizó su polarización y encono: las mujeres (estrellas de los comicios), los jóvenes, los universitarios, las minorías, los citadinos, etcétera, que reflejan la diversidad del país, votaron por los demócratas. Los blancos, conservadores, de bajos ingresos, de mayor edad, sin estudios universitarios, que viven en zonas rurales, favorecieron a los republicanos.
Sin embargo, quien dio muestra elocuente del verdadero impacto del resultado electoral fue el propio Trump: lo traicionaron su falta de madurez, patológico narcisismo y carencia de inteligencia emocional. Como bien se dijo… perdió la cámara baja, y también control sobre sí mismo. Al día siguiente de las elecciones apareció en la conferencia de prensa de la Casa Blanca, visiblemente descompuesto, abatido y rabioso. Si su lenguaje corporal evidenció los estragos de la perdida electoral, mucho más lo hizo el verbal: su afirmación de que “fue un gran día” sonó hueca, apesadumbrada, y arremetió furioso contra los periodistas que le hicieron preguntas incómodas. A uno de su detestada CNN le suspendió el acceso a la Casa Blanca, a otra afroamericana la acusó de hacerle preguntas racistas (¿?), y de plano estalló cuando se le inquirió sobre el Russiangate.
El remate que hizo aún más evidente lo que lo perturba, fue su tajante decisión de, ese mismo día, cesar al procurador Jeff Sessions. Aunque desde hace más de un año critica y humilla a quien fuera uno de sus primeros y más fervientes seguidores, puesto que rechazó (recuse) involucrase en la investigación de la interferencia rusa en las elecciones presidenciales. Argumentó que, por haberse reunido con personajes rusos involucrados en el problema, habría un conflicto de intereses, pero Trump lo consideró una vil traición. Sessions trasladó el asunto al subprocurador Rod Rosenstein, quien en mayo del año pasado designó a Robert Muller como fiscal especial, y debió de haber sustituido a Sessions. Pero como el presidente tampoco confía en él, nombró como procurador interino a Matthew Whitaker: dado que en repetidas ocasiones criticó la labor de Muller, su obligada misión será boicotear, entorpecer, cancelar o terminar dicha investigación.
En conclusión: lo que aterra al presidente es que Muller contará con el respaldo de una Cámara de Representantes controlada por quienes ha fustigado y vilipendiado despiadadamente desde el 2016. Obviamente su temor es que salgan a la luz sus vínculos con los rusos, sus turbios negocios, sus no pagados impuestos, sus torcidas aventuras amorosas, etcétera. No obstante que carece de escrúpulos y de brújula moral y ética, hasta el momento ha logrado salirse con la suya gracias a la complicidad de los republicanos, pero a partir del próximo año existirá un nuevo equilibrio de poder que presagia el comienzo del fin de la era Trump.
Internacionalista, embajador
de carrera y académico