A tono con la justificada tendencia global antisistema, nuestras recientes elecciones envían un contundente mensaje: México debe cambiar. Ello tiene que comenzar con la política económica que estanca el crecimiento, favorece el “capitalismo de cuates” y los monopolios, concentra 80% de la riqueza en 10% de la población, mantiene a la mitad de los mexicanos en la pobreza, produce legiones de marginados que son el caldo de cultivo para la delincuencia, el crimen organizado, el narcotráfico, la corrupción. Ese cambio debe ser la pieza angular de un proyecto de nación incluyente con justicia social, del cual carecemos. Tuvimos proyectos nacionales en la era postrevolucionaria y en la guerra fría, pero con la negociación del TLCAN se confió en que la integración regional resolvería nuestros males históricos. Por ende se dejó de tener una política hacia EU, al considerar que nuestros vínculos binacionales ya estaban encarrilados institucionalmente. Pero como históricamente la política exterior —al igual que el nacionalismo— se delineó en función de dicha nación, también dejamos de tener una política exterior general, limitándonos a “gerenciar” los nexos foráneos. La inercia resultante provocó ensimismamiento y concentración de vínculos en Norteamérica, dejando que Washington centrara la agenda binacional en la seguridad… en su seguridad.
Ese rotundo mandato ciudadano, sin embargo, se registra cuando tenemos la relación más atribulada y tortuosa con el vecino desde que suscribimos el TLCAN: aunque ello hace la tarea más difícil, también brinda la oportunidad de repensar a fondo que proyecto de nación queremos y cuál debe ser su política exterior. Esa tarea, independientemente de cómo se resuelvan los problemas con Trump, debe recoger la lección de no volver a confiar ciegamente en la cercanía a la superpotencia: los intereses nacionales no pueden estar sujetos a las veleidades de su política doméstica. El peso geopolítico e histórico es determinante en nuestros nexos externos: EU siempre será prioritario, pero la diversificación es indispensable y posible en un mundo multipolar en el que su supremacía ya es disputada.
Si bien los primeros gestos de Trump hacia nuestro próximo gobernante han sido positivos, no debemos confiarnos o caer en una trampa… lo que principalmente debe guiarnos son sus dichos y hechos nada amistosos, antimexicanos y proteccionistas de los pasados 18 meses. En mi opinión, debe formularse una política exterior general e integral que, combinando inteligentemente principios y pragmatismo, contemple una “gran estrategia” de largo plazo sobre lo que se quiere y no se quiere en el mundo, sobre a quienes debemos acercarnos, sobre en qué asuntos debemos involucrarnos y en cuales no, sobre que iniciativas podemos aportar, que movimientos tácticos debemos realizar, etcétera. Paralelamente debemos contar con una estrategia coyuntural de corto plazo respecto a EU, pues en tanto no se resuelva el incierto futuro de Trump, ni regrese la sensatez y madurez a Washington, será imprudente adquirir compromisos de peso y largo plazo.
De los muchos años dedicados a las siempre difíciles relaciones mexicano-estadounidenses, extraigo esta contradictoria conclusión: tan suicida es decirle siempre que no a Washington, como siempre decirle que sí. Sin embargo, a pesar de que nuestros intereses nacionales y la asimetría nos obligan a la cooperación y condescendencia, a lo largo de la historia se nos ha respetado más cuando, en momentos cruciales, hemos tenido agallas para decir que no.
Internacionalista, embajador
de carrera y académico