Contrariamente a lo que se pensó al finalizar la Guerra Fría, el nuevo orden mundial no fue más estable, seguro, pacífico, equitativo, armonioso o feliz. La principal causa de ello es que las estructuras de dicha guerra no desaparecieron cuando culminó, sino que se han venido transformando, lenta y atropelladamente, en un nuevo andamiaje internacional apenas en gestación.
Aunque todo proceso histórico de cambio es atribulado, la actual transición ha sido más conflictuada porque, como se consideró que Estados Unidos ganó la contienda bipolar, le correspondía dictar las nuevas reglas del juego. Por ende, sus grandes trasnacionales y millonarios patrocinadores de los presidentes Reagan, Bush, Clinton y Bush hijo, impusieron, urbi et orbi, el neoliberalismo delineado en el Consenso de Washington. Como con lo anterior se privilegió lo económico sobre lo social, al mercado sobre los ciudadanos, y los intereses de la minoría sobre los de las mayorías, el 82% de la riqueza global se concentró en el 1% de la población mundial.
La explicable reacción contra esa perversa distorsión —acompañada de desaforada corrupción y conflictos de interés— ha sido el voto de castigo antisistema, irracional, emotivo y rencoroso de los empobrecidos excluidos del antidemocrático reparto. Dejó de votarse por quien se quiere que gane las elecciones, para hacerlo contra quien no se quiere que las gane, siendo el populismo el gran beneficiado de este fenómeno.
El resultado ha sido funesto: proliferación de demagogia nativista ultranacionalista, que va de la extrema izquierda hasta la extrema derecha, pasando por tintes intermedios. En lugar de los desacreditados políticos tradicionales alejados de sus bases, se han elegido desde empresarios y académicos, hasta actores, cómicos, deportistas o políticos disidentes autoproclamados antisistema. Sus rasgos comunes son el oportunismo, el populismo, el carisma, la teatralidad, el narcisismo, el discurso simplista y fácil, la falta de experiencia y preparación, la carencia de rumbo y metas precisas, el desapego a la verdad y las evidencias, la polarización, el autoritarismo, la concentración del poder, la demolición de instituciones, la intolerancia a la crítica y a sus opositores, el discurso contra enemigos reales o ficticios, la embestida contra las elites —incluyendo toda institución y persona que no simpatice con el gobernante— la confrontación y desprestigio de los medios de comunicación, etc. Bien sea intencionalmente o no, su actuación socaba la democracia, pues como pretenden ignorar que el voto no fue tanto para ellos, sino para castigar a otros, se erigen como mesías redentores que resolverán los problemas de sus seguidores, siendo que no cuentan con un proyecto serio y estructurado para ello, pues llegaron al poder por ofrecer a esos lo que querían que se les ofreciera. El primer populismo de estos años fue el venezolano: muestra evidente del terrible daño humano y material que causan los “vendedores de ilusiones” de moda.
El impacto negativo en el sistema internacional no solo proviene de los trastornos que causan a sus naciones, pues como su chivo expiatorio predilecto es lo externo, su agresión contra dicho sistema en gestación ha sido muy desestabilizadora. Ejemplos de ello son el disruptivo papel de Trump en la escena internacional, la embestida de los gobernantes fascistoides contra la Europa unificada —comenzando por el BREXIT—, la cruzada antiinmigrante, la suicida negación de las amenazas planetarias como el calentamiento global, etc. En suma, esta primera etapa del novus ordo mundi marcada por el populismo, no está contribuyendo a definirlo e institucionalizarlo, sino a conflictuarlo y desestabilizarlo.
Internacionalista, embajador de carrera y académico