Para actuar en el escenario internacional, México cuenta con poco poder duro, pero dispone del importante poder suave de su prestigiada diplomacia. Una valiosa vertiente de dicho poder suave es la diplomacia cultural, cuya redituabilidad es bien conocida por el servicio exterior que la utiliza en su desempeño profesional. La diplomacia cultural también es una faceta clave de la diplomacia pública (public diplomacy), que persigue el objetivo de “ganarse las mentes y los corazones” de amplios auditorios de los países en donde se despliega. Desde la época del presidente López Mateos, quien dinamizó nuestra política exterior durante la pasada Guerra Fría, se comprendió la importancia de respaldar ese activismo con actividades de diplomacia cultural, creándose para ello el puesto de director en jefe para Asuntos Culturales, la Dirección General de Asuntos Culturales y el Organismo de Promoción Internacional de Cultura (OPIC) en la cancillería. Esta labor se vio reforzada con la creación de Conaculta y de la actual Secretaría de Cultura, cuyas actividades dentro del país se complementaron con una decidida promoción externa coordinada con la Secretaría de Relaciones Exteriores.
La propia dinámica de nuestra política exterior hizo necesario intensificar la difusión cultural. Por ejemplo, a fin de contrarrestar las campañas de los opositores del TLCAN y respaldar en intenso cabildeo que realizamos para sacarlo adelante, se establecieron diversos institutos culturales en Estados Unidos, destacando la conversión de la antigua embajada de la calle 16 en un centro cultural, que incluso fue visitado por el presidente George Bush padre. Años más tarde y teniendo presente los buenos resultados obtenidos en Washington, establecí el Instituto Cultural Mexicano en Copenhague, cuyo propósito fue, igualmente, contrarrestar las campañas conducidas contra México en aquellos años que denigraban nuestra imagen y entorpecían la aprobación del Acuerdo Global con la Unión Europea. Paralelamente, a través de la bondad y suavidad de las actividades culturales del instituto, logré acercarme a los sectores políticos, económicos, académicos, artísticos, etc., de un país tan alejado del nuestro por la geografía y la historia. La diplomacia cultural, en suma, no solo cumple con la loable misión de difundir nuestra enorme riqueza cultural en el mundo, sino que también es una efectiva y seductora herramienta de política exterior para atraer inversión, fomentar el comercio, promover el turismo, contrarrestar campañas aviesas, promover nuestros intereses nacionales, forjar simpatías, amigos y adeptos, etc.
Estas reflexiones sobre el poder suave de nuestra diplomacia cultural vienen al caso por dos razones. La primera, porque en días pasados tuve el gusto de presentar mi último libro —sobre las relaciones internacionales en el siglo XXI— en la Casa de México en España que, merced a la visión y tenacidad de Valentín Díez Morodo y de la embajadora Roberta Lajous, fue inaugurada en octubre, después de 28 años de espera. Pude constatar el impacto positivo de esta estupenda institución en los madrileños, la comunidad mexicana, los medios de comunicación, los círculos políticos, económicos, académicos, educativos, etc., de un país tan cercano al nuestro, que además es uno de nuestros principales socios económicos. La segunda razón es que, como la anterior administración dejó una pésima imagen internacional del país, es de suma importancia que el nuevo gobierno tome en cuenta experiencias como las reseñadas para mejorarla, y pueda conducir su política exterior en un ambiente más receptivo. El gasto en diplomacia y cultura no es un lujo superfluo… es una redituable inversión en la defensa de la soberanía, el nacionalismo, la identidad y los intereses nacionales.
Internacionalista, embajador de carrera
y académico