Las recientes caravanas de más de 10 mil migrantes económicos y refugiados patentizaron, o bien la ineficacia de los programas de Estados Unidos y México para Centroamérica, o de plano su fracaso. En efecto, ni la Iniciativa Regional de Seguridad para América Central (CARSI), la Alianza para la Prosperidad del Triángulo del Norte o diversos programas de la USAID, ni tampoco el Mecanismo de Diálogo y Concertación de Tuxtla, el Plan Puebla-Panamá, la Iniciativa Mesoamericana o los programas de la Agencia Mexicana de Cooperación Internacional para el Desarrollo han logrado su principal objetivo: frenar la migración centroamericana. Aunque las razones de ello son múltiples, hay una fundamental: esas iniciativas no atacan las raíces del problema… solo sus síntomas crónicos. El Plan Marshall impulsado en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, fue exitoso porque se exigieron reformas políticas, económicas y sociales a fondo. La Alianza para el Progreso que el presidente Kennedy impulsó en América Latina (1961-1970), igualmente demandó profundas reformas políticas (democracia, respeto de los derechos humanos, etc.), económicas (economía de mercado, distribución de la riqueza, salarios mínimos, condiciones laborales, etc.) y sociales (salubridad, alfabetización, educación, etc.). Las citadas iniciativas, en cambio, son asistencialistas, no promueven el cambio, y perpetúan un status quo favorable a élites político-empresariales autoritarias, corruptas, insensibles a la justicia social y a las legítimas necesidades de la población. Ese asistencialismo ha acostumbrado a los de arriba y a los de abajo —tal como lo demostraron algunos integrantes de las caravanas— a solo estirar la mano para que otros resuelvan sus problemas. Consecuentemente, en Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua más de la mitad vive en pobreza, el ingreso per cápita no sobrepasa los 4,500 dólares, y figuran entre los 15 países más pobres del planeta que son oprimidos por cleptocracias. Debe recalcarse que en las caravanas no había nadie de Costa Rica, puesto que su ingreso per cápita es de 17 mil dólares, tiene un índice alto de desarrollo humano, de alfabetización, de educación, de democracia y no tiene militares represores y golpistas.
Como reacción a la “invasión” de pauperizados chapines, guanacos, catrachos y nicas, surgió un Plan de Desarrollo Integral para Centroamérica que, como los anteriores, es más una evasiva salida política coyuntural, que una seria intención de resolver el problema. Lo anunciado no solo deja intactas las perversas estructuras antidemocráticas que obligan a los ciudadanos a huir, sino que las afianzará con inversiones que solo favorecerán a las oligarquías locales. Los “nuevos” fondos por 37 mil millones de dólares, en realidad son créditos para empresas estadounidenses que quieran aventurarse en la región, que ya se otorgan a través de la Overseas Private Investment Corporation. ¿Podía esperarse algo más del racista-xenófobo Trump que aprovecha la desgracia de los migrantes para sus fines políticos? Nuestro gobierno aportará 25 mil millones de dólares que invertirá en el sureste del país, pero, a cambio del “novedoso” proyecto que se suma a los anteriores que no han funcionado porque son paliativos para los síntomas de una enfermedad que no se ataca frontalmente, albergará a los centroamericanos (en 2018 expulsamos a más de 9 mil) mientras EU procesa sus solicitudes de asilo. Aunque The Washington Post precisó que se trata de “un mero gesto simbólico de cooperación”, en cualquier forma será una pesada carga para nosotros. Como ni EU ni México se atreven a presionar a los oligarcas centroamericanos para que resuelvan sus propios problemas, asumiremos responsabilidades que no nos corresponden.
Internacionalista, embajador de
carrera y académico