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Como tras la guerra que Estados Unidos nos hizo de 1846 a 1848 –perdimos 2,500,000 kilómetros cuadrados de territorio– prevaleció la amenaza de perder la soberanía, fue en el interés nacional diversificar las relaciones externas para establecer contrapesos a la creciente influencia de esa nación. Durante el Porfiriato se utilizó a Europa como ese contrapeso; posteriormente Carranza recurrió a América Latina con ese fin, y en la Guerra Fría la Unión Soviética desempeñó ese papel. A raíz de la suscripción del TLCAN se establecieron contrapesos con el multilateralismo, con múltiples tratados de libre comercio, y con mayor involucramiento en el acontecer mundial. Nuestra historia diplomática demuestra que el aislamiento se traduce en una peligrosa mayor dependencia de EU, como lo estamos comprobando en estos días. No obstante, por desconocerse o ignorarse dicha historia “fifí”, se están cometiendo graves errores.
El G-20 no es un organismo internacional como otros: no se ingresa a ese mecanismo de concertación solicitándolo, firmando un documento de adhesión o pagando cuota. Se es miembro por ser una de las principales economías del mundo: es un derecho, pero también una obligación y responsabilidad. Fue creado en 1973 a nivel de ministros de finanzas y economía de EU, Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y Japón, a fin de fortalecer la cooperación y acordar directrices para la gobernanza global. Su utilidad favoreció elevarlo al nivel de jefes de Estado/gobierno (G 6); luego se agregaron Canadá y los presidentes del Consejo Europeo y la Comisión Europea de la UE (G 7), y más tarde Rusia (G 8) que después fue expulsada por anexarse Crimea. Finalmente, para enfrentar la brutal crisis económica de 2008, fue indispensable conjuntar a las 20 más poderosas economías: Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia, Japón, Unión Europea, más Arabia Saudita, Australia, Argentina, Brasil, China, Corea del Sur, India, Indonesia, México, Rusia, Sudáfrica y Turquía.
Hoy día es el mecanismo más importante del planeta, donde está representado el 66% de la población mundial, el 85 % del Producto Bruto Mundial, las naciones más poderosas, los 14 principales organismos internacionales, se trabaja con “Grupos Afines” para recoger las posiciones de la sociedad civil, se toman las decisiones cruciales para la comunidad internacional, etc. Se han celebrado 14 cumbres: la séptima en México, y la catorceava será en Japón el 28 y 29 de junio.
Por todo lo anterior, sorprende y desconcierta que el nuevo presidente de México no asista al evento internacional de mayor envergadura del año, donde debería exponer y promover los intereses nacionales, y con ese mismo propósito relacionarse, dialogar y entenderse con los dignatarios más influyentes del mundo, especialmente con los de nuestros principales socios. México ya tiene un lugar en las grandes ligas, y es responsabilidad ineludible del presidente en turno ocuparlo y desempeñarse honrosa y profesionalmente. Las grandes ligas se reúnen en cumbres a nivel de jefes de Estado/gobierno, no de ministros de segundo nivel, y dialogan directamente no a través de cartas. Su ausencia envía un pésimo mensaje de indiferencia y desinterés, provocando que México pierda estatura, prestigio, espacios y oportunidades. La Constitución asigna al ejecutivo la facultad de definir la política exterior, la cual debe perseguir el objetivo prioritario de defender y promover los intereses nacionales. Ni el asfixiar presupuestalmente los centros académicos donde se estudian las relaciones internacionales, ni menos la marginación y el aislamiento son en el mejor interés del país y su población. El desempeño de nuestro jefe de Estado debe estar a la altura de los intereses nacionales y del lugar que México ocupa en el mundo.
Internacionalista, embajador de carrera y académico.