Como toda relación entre vecinos, la de México y Estados Unidos ha sido difícil y conflictiva, máxime tratándose de una superpotencia y de una nación que no deja de ser subdesarrollada. Por ende, a lo largo de ya casi 200 años han cubierto todas las formas posibles de relacionarse: desde el aislamiento y el desinterés, las presiones políticas y económicas, las intervenciones militares y la conquista territorial, hasta el entendimiento, la cooperación, la amistad, la alianza y la integración. Nuestros vínculos, consecuentemente, han transitado del desencuentro al encuentro y viceversa, siendo el mejor ejemplo de lo primero la guerra (1846-1848) de James K. Polk que nos hizo perder 2 millones 500 mil km2. En cuanto a los encuentros, dos de los más significativos fueron la alianza política, ideológica, militar y económica que forjamos en la Segunda Guerra Mundial, y la suscripción del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1992.

Como en ese año ingresamos a una etapa superior de integración binacional, explicablemente se consideró que, a pesar de las inevitables divergencias coyunturales, los crecientes y enormes intereses compartidos hacían inevitable que esas se resolvieran en forma institucional, amigable, negociada y de mutuo acuerdo. Sin embargo, inesperadamente apareció un Donald Trump que, con su anacrónico unilateralismo, vino a destruir lo que, con enormes esfuerzos, dedicación e inteligencia, se construyó en casi 200 años. Su patológica retórica racista, xenófoba, antiinmigrante y antimexicana ha dañado nuestros profundos nexos binacionales, pues independientemente de que muchas acciones derivadas de su discurso de odio (como el muro fronterizo, la amenaza de anular el TLCAN, la eventual expulsión de los dreamers, etcétera) no prosperen, el perjuicio y el agravio son irreversibles. Aunque su rústica agenda nativista, populista y demagógica fracase porque no responde a verdaderos intereses nacionales, sino a sus propios intereses narcisistas y sectarios, o de que —como es muy probable— tenga que renunciar por el caos que provoca y sus antipatrióticos enredos con los rusos, el daño está hecho. De forma innecesaria, irresponsable, torpe e ignorante, Trump revivió el histórico sentimiento antiestadounidense en México, demostrando estridente y elocuentemente que el gobierno de Estados Unidos no es un socio confiable, responsable o leal; sino un vecino voluble. Cuando le conviene somos grandes amigos, el buen vecino, tenemos una relación especial, somos aliados, su relación bilateral más importante, o socio estratégico de primer nivel. Pero cuando le resulta oportuno somos su patio trasero, un peligro para la seguridad nacional, violadores o criminales, vecinos indeseables que hay que alejar con un muro, etcétera.

Toda relación humana e interestatal se basa en la confianza (trust) construida a lo largo del tiempo, pero puede perderse súbitamente como lo ha provocado Trump. De la actual pesadilla debe concluirse que nuestros gobiernos post-TLCAN se equivocaron al confiar demasiado en Washington, pues como lo acaba de reconocer el presidente Peña Nieto: fue un error poner todos los huevos en la misma canasta. La nunca alcanzada diversificación externa fue imposible bajo la bipolaridad de la Guerra Fría, pero la actual multipolaridad facilita mayores posibilidades que debemos aprovechar.

Nuestra realidad geopolítica hace inevitable que EU sea uno de nuestros principales socios, pero esa interdependencia no debe ser tan abrumadora que permita que un lunático racista llegue a la Casa Blanca y utilice impunemente a los mexicanos como chivo expiatorio para justificar su demagogia o perjudique nuestros intereses nacionales arbitraria y caprichosamente.

Internacionalista, embajador de carrera y académico

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