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En la medida en que los nexos binacionales se fueron estrechando, la asimetría obligó al sistema político mexicano a acoplarse al de la superpotencia, registrándose, como lo destaca Alan Knigth, “asombrosas coincidencias” ideológico-políticas entre los presidentes de ambas naciones. Por ejemplo, las buenas relaciones forjadas en el largo porfiriato se cimentaron en las afinidades entre Díaz y los republicanos Cleveland, Harrison, McKinley, Rooselvet y Taft. Tras graves desavenencias a partir de la Revolución de 1910, Lázaro Cárdenas y Franklin D. Roosevelt tuvieron grandes coincidencias que propiciaron la tolerancia hacia la expropiación petrolera. Ávila Camacho y Roosevelt forjaron una histórica alianza durante la Segunda Guerra Mundial. Ruiz Cortines y Eisenhower compartieron la austeridad y el retraimiento; López Mateos y Kennedy el populismo progresista de izquierda; Díaz Ordaz y Nixon el autoritarismo y el anticomunismo. El neoliberalismo figuró, tanto en las agendas de De la Madrid, Salinas de Gortari y Zedillo, como en las de Reagan, Bush padre y Clinton. Como la existencia de un partido hegemónico en el siglo pasado favoreció ese acomodo pragmático, a partir de nuestras alternancias los desencuentros han proliferado.
Fox y Bush hijo compartían ideologías, pero la difícil coyuntura internacional aunada a la improvisación y falta de oficio, condujeron a distanciamientos y tensiones. En virtud de que Obama era de centro izquierda y Calderón de derecha, no hubo empatías, sino fricciones; principalmente con la secretaria de Estado, Clinton. El retorno a la presidencia de un PRI derechizado, inexperto, muy neoliberal y cleptocrático, impidió un buen entendimiento entre Obama y Peña Nieto, y las cosas empeoraron con el agresivo demagogo antimexicano de Trump.
Frente a ese patrón histórico de concomitancias y sincronías, o de discrepancias y diacronías, la relación entre López Obrador y Trump todavía es una incógnita. Por una parte, los contrapone la ideología, sus orígenes socioeconómicos, su diferente trayectoria política, distintas vivencias, personalidades, estilos de vida, valores, etc. Pero por la otra, tienen muchas afinidades: ambos son producto del difundido fenómeno antisistema; enarbolan ambiciosos proyectos de cambio (America First y Cuarta Transformación) sin estrategias prácticas y realistas; a pesar de sus magros resultados mantienen alta popularidad; son nostálgicos del pasado; repelen al establishment, la intelectualidad y la tecnocracia; son populistas que atraen a las masas marginadas y poco educadas con discursos simples y disruptivos; polarizan a la sociedad, aglutinan a corrientes ideológicas dispares, se confrontan con los medios de comunicación, desconfían de las instituciones y las atacan, son egocéntricos, mesiánicos, unipersonales y binarios, etc. En política exterior comparten el desinterés por lo foráneo y el desconocimiento de la geopolítica y del funcionamiento del sistema internacional; son aislacionistas, nacionalistas nativistas, no cuentan con un proyecto estructurado de política exterior, etc.
Hasta el momento, ni lo uno ni lo otro ha definido el tono de sus relaciones, se guardan sorprendentes cortesías para evitar enfrentarse. Nuestro mandatario no ha caído en las provocaciones del vecino, quien ha disminuido su retórica antimexicana, pero no la ha abandonado. Esa peculiar “luna de miel”, sin embargo, inevitablemente será afectada en el 2019 por la difícil aprobación congresional del nuevo T-MEC, la crisis humanitaria en la frontera, las investigaciones del Russiangate, los problemas de seguridad, las posiciones divergentes sobre Venezuela y otros problemas, la adelantada campaña presidencial, etc.
Internacionalista, embajador de carrera y académico