La entrañable Cuba —hoy tan alejada de su hermano mexicano— es una anomalía histórica. Se independizó en 1898 cuando la mayoría de los países americanos lo hicieron a principios del siglo XIX. Pasó a ser un protectorado de Estados Unidos hasta 1959 y después de la Unión Soviética hasta 1991, siendo que el colonialismo tocó a su fin en los años 60 del siglo pasado. Finalmente fue un país soberano, pero sólo subsistió con “ayuda” de Moscú y Caracas, se quedó congelado en la Guerra Fría concluida en 1989, y continúa padeciendo una dictadura estalinista a pesar de que la URSS se extinguió. En suma: ha vivido anómalamente desfasada de las grandes transformaciones del mundo, porque sus opresores (foráneos y nativos) se han opuesto a su democratización.
Este 24 de febrero se realizará un referéndum sobre la nueva Constitución que sustituirá a la de 1976, que validará jurídicamente las reformas introducidas desde que el legendario Fidel Castro transfirió el poder a su hermano Raúl, quien ahora lo pasa a Miguel Díaz-Canel… tres gobernantes absolutos en 60 años. Sin duda, la confrontación con Washington propició el ais- lamiento, atraso e inmovilidad que convirtieron a Cuba en una reliquia de la Guerra Fría, pero ello también se debe a la deliberada estrategia de la oligarquía socialista para mantenerse en el poder.
Con la pérdida del patrocinio soviético, Raúl Castro se vio forzado a iniciar reformas para sacar al país de su patético rezago, pero mañosamente calculadas para perpetuar el dominio y privilegios de la cúpula política-militar-burocrática. Para nosotros, muchas de esas “reformas” resultan irracionales o risibles porque eliminaron “prohibiciones absurdas” (como no poder hospedarse en hoteles para turistas, vender y comprar casas y vehículos, poseer un celular, dedicarse a actividades comerciales o profesionales privadas, abrir pequeñas y medianas empresas, poder salir del país, tolerar la diversidad sexual, repartir tierras ociosas, permitir la inversión privada y la economía de mercado, fijar el mandato presidencial en cinco años, etc.), pero para el cubano que vive en un país transformado en una asfixiante y opresiva ergástula, son descomunales progresos libertarios.
A cambio de esas “grandes concesiones” que en el resto de Occidente son pan de todos los días desde hace mucho tiempo, se tiene que pagar el alto precio de avalar la legitimidad y permanencia de un sistema político anacrónico, represivo y antidemocrático que beneficia a unos cuantos a costa del bien común: Cuba es un Estado socialista y el socialismo es irreversible.
En síntesis, mediante el publicitado referéndum se busca, por una parte, hacer creer al mundo que hay grandes cambios “democráticos”, pero son cambios menores para no cambiar lo fundamental. Como dirían en Francia: plus Ça change, plus c´est la même chose. (Cuanto más cambie algo, más se parece a la misma cosa).
Internacionalista, embajador de carrera y académico