Tonatiuh Guillén López

La Guerra de los Doce Años

09/05/2018 |01:09
Redacción El Universal
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Hace 12 años fue declarada en México una guerra terrible de la que no hemos salido. El gobierno de Felipe Calderón asumió sin cuestionar el diagnóstico de los Estados Unidos sobre el narcotráfico, según el cual de un lado hay víctimas –los consumidores de drogas en aquél país– y del otro temibles criminales –los productores y traficantes– a quienes debía destruirse, literalmente.

Mediante la Iniciativa Mérida, que inicialmente quiso llamarse Plan México, a semejanza del Plan Colombia, nuestro país aceptó equipamiento militar y otros sistemas de seguridad, que fueron recibidos como ayuda y símbolo de corresponsabilidad de los Estados Unidos ante la problemática del tráfico. Se nos dijo entonces que esto era un logro relevante.

Todo lo que había que hacer era iniciar una guerra, tal cual, de combate al crimen organizado. Y la hicimos. Doce años después enfrentamos la peor tragedia de la nación, en décadas.

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Con más de 250 mil muertes ¿quién quiere continuar por el mismo camino, que ha vuelto lo grave algo horrorífico? Lejos de haber reducido el tráfico de drogas, éste ha incrementado. Lejos de eliminar a los carteles, éstos se han consolidado y relacionado más estrechamente con el poder político y sus policías, e incluso con los aparatos de justicia, desde ministerios públicos para arriba. En algunas regiones más, en otras menos.

La Guerra de los Doce Años se convirtió en un remolino de deterioros, mucho más graves que el narcotráfico que pretendió combatir. Quienes han fallecido han sido abrumadoramente los jóvenes, muchas veces, niños. Por miles y miles. ¿Qué país hace esto a su juventud? Sólo nosotros.

En Estados Unidos mueren más de cien personas cada día por sobredosis de dogas. Pero no es la droga que procede de otros países. Principalmente se trata de producción propia, de las grandes empresas farmacéuticas. Son drogas que se compran en las farmacias y que recetan médicos, como el de Trump. Hay una grave crisis en ese país por el consumo desmedido de opiáceos que distribuye su mercado formal.

En México, mientras tanto ¿deben seguir muriendo jóvenes como parte de una guerra que nació equivocada? ¿Habrá que seguir muriendo en el combate contra la marihuana, cuando en Estados Unidos está legalizada y circulando en varios estados?

Cuando inició la Guerra de los Doce Años hubo una ciudad particularmente mártir: Juárez, en el estado de Chihuahua. Jóvenes y niños fueron asesinados por miles.

Antes del año 2006, no existía en Juárez la tasa de homicidios que alcanzó notoriedad global a partir de 2007. ¿Había narcotráfico? Sin duda. Algo parecido a la época de la prohibición del alcohol en los Estados Unidos, cuando Juárez se plagó de destilerías de whiskey y de establecimientos de vida nocturna. Pero la gente no moría por ello. Ni en aquella época, ni en las décadas siguientes. No en la escala espantosa que conocimos a partir de 2007.

Para dejarlo claro: durante los años ochenta y hasta principios de los noventa, la tasa de homicidios en Juárez era inferior a la nacional. Durante los noventa subió ligeramente, pero no era muy diferente a la nacional. Ocurrieron crímenes gravísimos, como los feminicidios, que ya reflejaban el severo deterioro de las instituciones locales de seguridad y justicia (que comenzó con el gobierno de Francisco Barrio y se agudizó en el periodo de Patricio Martínez), pero en términos cuantitativos la tasa juarense de homicidio permaneció ligeramente superior a la nacional.

Todo cambió partir de 2007. La Guerra de los Doce Años tuvo sus impresionantes consecuencias locales, rompiendo aquello que estaba frágil, colisionando todas las tensiones sociales, modificando arreglos y desarreglos entre carteles y poder político, creando las condiciones para la muerte masiva de niños y jóvenes. Un costosísimo «error colateral» de magnitud histórica.

Hubo un momento, en el año 2012, en el gobierno de Enrique Peña Nieto, que pareció virar el rumbo. Por lo menos se anunció repetidamente. No ocurrió así, lamentablemente. Siguió la misma estrategia, con los mismos costos humanos elevadísimos y los mismos deterioros institucionales, en una escala que no tiene precedente en el mundo.

Así no, efectivamente. Hay que aprender de otros lugares, como Uruguay, en América Latina, como Portugal, en Europa. Por lo menos, sería un gran logro nacional dejar atrás la Iniciativa Mérida, junto con su equívoco diagnóstico y visión del mundo basada en una película western de John Wayne cazando apaches.

La nueva administración del Ejecutivo Federal en México inevitablemente encontrará esta disyuntiva. Quien ocupe la Presidencia deberá optar entre una estrategia de fuerza, militarizada, que no ha sido eficaz; o bien, intentar romper el paradigma y avanzar hacia un modelo alternativo, que al menos cubra dos frentes.

Primero: el de niños y jóvenes, especialmente en las zonas más conflictivas, para romper la inercia generacional, mediante masiva inversión en estrategias sociales y culturales que blinden (rescaten) a dos o tres generaciones de las inercias atractivas del crimen organizado. Debiéramos abrir un «hueco» generacional, separando una época de otra en la formación de niños y jóvenes.

Segundo, promover un explícito cambio también generacional y de estructura política, que rompa las redes de complicidad que cruzan a los grupos de poder con redes del crimen, especialmente en esos municipios y regiones fácilmente ubicables por las estadísticas. Los mismos grupos no debieran seguir repartiéndose el gobierno. Por acá es también necesario abrir un «hueco». En todo caso, lo cierto es que la Guerra de los Doce Años no puede prolongarse más.

Ex Presidente de El Colegio de la Frontera Norte

Investigador del Centro Geo