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Era abril de 1994 cuando comenzó la violencia en Ruanda que terminó con más de 800 mil muertos en unas pocas semanas y una división y odio pocas veces vistos. Hutus contra tutsis en un país donde ambas etnias habían convivido tan de cerca que eran vecinos, amigos, hermanos. El amor se convirtió en odio de la noche a la mañana y el odio en amarga y cruel violencia.
Con velas, cantos y rezos, en toda Ruanda se recuerda esta fecha. Una guerra fratricida sin sentido, fomentada por grupos radicales que llamaban a los tutsis cucarachas, serpientes, y que aseguraban que cualquier hutu que tuviera contacto, relación o trato con un tutsi sería considerado un traidor.
Este adoctrinamiento empezó en 1990 y así fue como en abril de aquel 1994 comenzó una de las peores y más crueles matanzas de las que se tenga memoria en la época contemporánea. Luego del asesinato del entonces presidente de Ruanda, los hutus salieron a las calles armados con machetes a matar a todo aquel tutsi o hutu moderado que se le pusiera enfrente.
El papel de la comunidad internacional fue decepcionante por decir lo menos. Desde el bloqueo de Estados Unidos, encabezado por Bill Clinton, para evitar que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas emitiera un pronunciamiento por el genocidio que estaba ocurriendo hasta el abandono de la propia ONU al inicio de los disturbios al sacar del terreno a la mayor parte de los cascos azules y dejando apenas a la quinta parte.
En tan sólo 100 días, 75% de la población tutsi fue masacrada junto con una parte de hutus moderados, unas 330 personas por hora. 25 años han pasado y los recuerdos de la matanza aún perviven. El recuerdo de esos dolorosos días permanece aún fresco en la memoria de los sobrevivientes: familias enteras masacradas por su etnia. Lo más triste aún, muertos a manos de sus vecinos, de sus amigos, de su propia familia.
Con su cabello muy corto, la mirada gacha y notorias marcas de la edad en un rostro de alguien aún joven. Una mujer cuenta su historia. Perdió a sus hijos y a su esposo en aquellos terribles días de abril de 1994. Ella es hutu, él era tutsi, tenían seis hijos. Todos murieron a manos del padre de ella y de sus propios hermanos. Una muerte cruel, con tortura. Mónica, aún escucha los gritos de todos ellos en su cabeza.
Sanar las heridas dejadas por el genocidio ha tomado más de dos décadas. Odiada por la familia de él, traicionada por su propia familia, Mónica estuvo sola mucho tiempo, sin capacidad alguna de comprender las razones de la muerte de sus seres más queridos por otros a quienes amaba igual. Ella, como miles de personas han vivido los procesos de pacificación y reconciliación para encontrar la capacidad de perdonar.
La limpieza étnica de Ruanda, orquestada por el Estado, se puede considerar como uno de los mayores ejemplos de los horrores que los intereses económicos y políticos pueden acarrear. Y como el odio puede florecer en los corazones de personas que creíamos cercanas. Aún hoy, es muy difícil de comprender.
Hoy, Ruanda enfrenta aún serios desafíos. Sin embargo, hoy por hoy no es sólo Ruanda, Sudán está otra vez en una espiral de violencia ¿y qué tenemos que decir de lo que sigue ocurriendo en Siria, en Yemen, en Birmania, en Palestina o incluso en Venezuela? Somos sociedades que olvidamos pronto. Nuestra atención se diluye rápidamente. Así que a la pregunta ¿qué hemos aprendido? Casi con total certeza podríamos responder que nada. No hemos aprendido nada.
Internacionalista