El jueves pasado se conmemoró el Día Internacional de la Mujer y, como en últimos años, las redes sociales se inundaron nuevamente de mensajes que buscaban modificar la narrativa convencional con la que hombres y mujeres hemos convertido el 8 de marzo en un ‘día de festejo’. En los muros de varias compañeras y compañeros feministas pude leer frases como: “no me felicites”, “no se trata de regalar rosas, sino de luchar por nuestros derechos”, “no es cosa de festejo, sino de reivindicación”.
Y es cierto, nuestra sociedad pasa por alto que el 8 de marzo es la evocación de un día tan heroico como trágico. El 8 de marzo de 1857, cientos de mujeres de una fábrica de textiles de Nueva York marcharon en contra de los bajos salarios que eran menos de la mitad de lo que percibían los hombres. Aquella jornada quedó manchada con la sangrienta cifra de 120 mujeres muertas a causa de la brutalidad con la que el Estado reprimió el movimiento. Años después la fecha se oficializó en 1975, cuando la Organización de las Naciones Unidas convirtió el 8 de marzo en el ‘Día Internacional por los Derechos de la Mujer y la Paz Internacional’.
A pesar de la significación original de la fecha, debo confesar que yo no encuentro una razón objetiva para oponerme a las felicitaciones en el 8 de marzo. Y me atrevo a decirlo así, porque muchas veces nos pronunciamos en contra o a favor de un tema tan sólo por lo que la mayoría (o una minoría activa) dicta como lo ‘políticamente correcto’. Mas estoy convencida de que el temor de salirnos de la ‘corrección política’ es el primer paso de autocensura a lo que realmente pensamos.
En el sentido más semántico de la discusión, me parece que agregar “feliz” al día de la mujer no es necesariamente un menoscabo. Felicitamos a la madre, al padre, al médico, al maestro, así como a diferentes sujetos que asumen un rol de vital importancia para el sostenimiento y reproducción de nuestra vida social; ¿por qué no habríamos de hacerlo con las mujeres? Claro, habrá quien considere que ‘ser mujer’ no es ‘un rol más’, sino una identidad sexo-genérica que define constitutivamente lo que somos y la manera en que nos relacionamos con el mundo. Pero, si nos tomamos en serio las palabras de Simone de Beauvoir (y no sólo como frase de ocasión), ‘ser mujer’ es un devenir, un ‘llegar a ser’, una construcción social que, en última instancia implica un rol social en construcción, un rol que merece también ser celebrado.
En ninguno de los extremos del debate existe quien se oponga a visibilizar el papel fundamental que juega la mujer en la sociedad. Hay quien lo hace saliendo a marchar, con un paro de labores o con un performance transgresor, pero ¿por qué habríamos de censurar las formas más ‘soft’ de visibilización?: quien decide regalar una rosa, quien ofrece una tarjeta de reconocimiento, quien públicamente decide felicitar a una mujer. Se dirá que la diferencia está en el acento: mientras que las primeras tienen un tono ‘emancipador’ y ‘reivindicativo’ las segundas buscan perpetuar el status-quo. No obstante, la significación de un acto es una disputa que jamás nos remite a una interpretación objetiva. Asumir que el hombre que nos regala una rosa lo hace para encadenarnos a un rol de ‘represión patriarcal’ o ‘inferioridad’ es tan subjetivo como quien encuentra en la celebración del ‘Halloween’ una transgresión a la identidad nacional.
Festejar es un verbo repleto de efusividad y de energía que no niega la posibilidad de lucha ni de reivindicación. En España, como en cientos de ciudades alrededor del mundo, las mujeres salieron a marchar y lo hicieron con un tono político que no abandonaba lo festivo. Estaban orgullosas de ser mujeres en la infinidad de versiones en las que se puede ser, y muchas de ellas yo las vi marchar alegres, llenando de color las calles, con una feminidad que rompía el canon de ciertos feminismos ortodoxos.
Los días sociales establecidos por convención son eso, una oportunidad de recordarle a la sociedad la importancia que cada una y uno de nosotros tenemos en la conformación de nuestra sociedad y, en la multiplicidad de roles que adoptamos en ella: mujer, padre, abuela, doctora, maestro, enfermero, albañil, etcétera. Es cierto que la disputa de los significantes no deja de ser una lucha importante, pero así como hay hombres que hipócritamente ‘festejan a la mujer’ y se olvidan de reconocer su importancia los 365 días restantes, hay también mujeres que se movilizan sólo en la ocasión y pierden los lazos de solidaridad, igualdad y respeto por las de su género (y del género contrario) lo que resta del año.
Por eso, si usted conoce a alguna mujer que por algún motivo la considera ejemplar y desea felicitarla en su día (o en cualquier otro), ¡hágalo! No se limite por un nuevo convencionalismo que ahora dicta que está mal el ‘festejar a la mujer’. Si usted es una mujer y el siguiente 8 de marzo recibe felicitaciones legítimas, ¡acéptelas! No se reprima por quien pretenda criticarle como ‘una mujer traidora a la causa’. La lucha por la igualdad no cesará por las rosas ni por las felicitaciones, las mujeres y los hombres que creemos en la igualdad no luchamos un día, sino nuestra vida por lo que creemos justo.