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El director del reclusorio me deja en la entrada del penal donde habitan más de 3 mil internos varones, 200 mujeres y 20 menores que nacieron en su interior.
“Usted entenderá que es mejor que yo ahorita no ingrese”, me dice en la puerta. No es la primera vez que algo así me pasa. La escena es tan común, como otras estampas que la acompañan: custodios a los que se les ve el miedo en la mirada, que lejos de mantener el control de la prisión, son parte de los actos delictivos que en ella ocurren; condiciones de higiene, deplorables; división entre internos que mandan y aquellos sometidos, evidente; droga y dinero circulando sin control alguno.
En el grueso de las cárceles de nuestro país los presos buscan cada rincón disponible para pasar las horas y los talleres educativos y laborales lucen abandonados.
“¿Qué viene a hacer usted aquí?”, me pregunta una mujer de formas toscas, con las pupilas dilatadas. Alguien la mandó. Mi seguridad y la de mi equipo dependen del verdadero director del penal: un interno.
Quien haya pisado una cárcel o escuchado lo que al interior sucede, sabrá que intervenir en el fallido sistema penitenciario es urgente. La sobrepoblación, corrupción, deterioro de las instalaciones, falta de profesionalización de las autoridades y ausencia de espacios de reinserción son características que carcomen la realidad de las prisiones mexicanas. Sin embargo, salvo excepciones, los gobiernos —en sus diferentes niveles— siguen observando el tema como un mal necesario que cuesta muchos recursos, sin entender, ya no digamos la importancia que las cárceles tienen en materia de seguridad, sino el fondo de contar con una política de reinserción que podría arrojar beneficios inmediatos.
Las fallas del sistema de justicia penal y penitenciario las conocemos, se han repetido una y otra vez. Lo que falta es voluntad y compromiso de las autoridades, así como entendimiento de la sociedad para que no permitamos que la indiferencia permanezca, como hasta ahora.
Las urgencias del sistema penitenciario tienen nombre. La máxima prioridad debería ser tomar control de los penales con autogobierno y cogobierno controlados por la delincuencia organizada (más de 50% del total, CNDH). Parece tan elemental, que tendríamos que darlo por descontado, pero es una realidad que sucede y afecta a millones de ciudadanos. La delincuencia organizada encuentra en los penales centros de operación con lucrativas ganancias: 75% de las extorsiones se ejecutan con celulares dentro de las prisiones y 50% de los miembros de alguna banda de secuestradores siguen gestionando el crimen desde una cárcel.
Visitas o llamadas desde la cárcel son utilizadas para operar traslados de droga, dar órdenes sobre sobornar o presionar a alguna autoridad o mandar a asesinar a un integrante de un grupo delictivo rival.
Los miembros de una banda criminal siguen activos una vez detenidos, continúan dirigiendo actos delictivos desde prisión y utilizan el espacio de reclusión como centro de manufactura y distribución de droga.
Retomar el control de los penales abonaría no solo a disminuir los índices delictivos, sino a implementar —y por principio, comenzar a elaborar- programas de reinserción, que den oportunidades a quienes saldrán después de cumplir una sentencia, y que no sean arrojados a las calles como brazos ejecutores de un grupo criminal.
Implementar programas de readaptación social exitosos, traería como consecuencia inmediata, disminuir los índices de reincidencia en la comisión de un delito, lo que significaría mayor seguridad para los ciudadanos.
Dignificar el trabajo de técnicos penitenciarios (psicólogos, criminólogos, personal administrativo, etc.), así como de custodios, garantizando su seguridad, sueldos dignos, uniformes proporcionados por el Estado, y creando e implementando programas de capacitación profesional, redireccionaría la importancia de ese eslabón en la cadena de la reinserción.
El aumento de penas no es la solución. Tamaulipas, Nayarit, Quintana Roo, Durango, Sinaloa, Tabasco, Zacatecas, Baja California Sur, Nuevo León, Hidalgo y Guerrero son entidades con los penales peores evaluados por la CNDH. Sumados a estos, por el perfil criminal de quienes los habitan y el tamaño poblacional, los del Edomex, Jalisco y CDMX, deben ser considerados penales prioritarios por el gobierno federal en su estrategia de seguridad nacional.
El esfuerzo tendría que ser coordinado entre autoridades federales y las distintas entidades, y debe acompañarse por el Congreso. La Federación no puede sola. Los estados tampoco.
Urgen políticas públicas y leyes que acompañen el proceso para transformar el sistema penitenciario de raíz. La seguridad pública está directamente relacionada con la descomposición de nuestras cárceles.