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Mumbai, India.— Escribo este texto con el corazón en la mano, roto y en pedacitos, tras pasar la tarde con Prithim; una extraordinaria mujer, activista que se dedica a salvar a niñas y niños que nacen en burdeles de las zonas mas marginadas de esta ciudad en India.
Hijas e hijos de mujeres forzadas a la esclavitud sexual, víctimas de trata, inmersas en el mundo de la prostitución. Era las seis de la tarde cuando llegamos al refugio. Es la hora en que las y los chiquitos, acompañados por sus mamás —escoltadas por los padrotes— se dan cita en el lugar.
Llegan a este espacio seguro, libre de violencia, para que sus madres puedan ir a trabajar como sexo servidoras y no tener que acompañarlas en su dura realidad.
Vi niños y niñas de todas las edades, de los dos a los 16 años, pero curiosamente, su gran mayoría, varones. Prithim me explicó la razón de ser: los padrotes ven a las niñas como su propiedad y como una inversión. “Son hijas de mujeres que creen que les pertenecen”, me dijo.
¿Y el gobierno? ¿Y las autoridades?
“Para el gobierno indio son ratas de laboratorio ante una problemática existente: el turismo sexual. Para las autoridades estos niños olvidados ya están expuestos a violencia y estimulación sexual temprana; ya nacieron en ese mundo. Piensan que hay un mercado de prostitución tanto nacional como internacional, y alguien tiene que llenarlo. Por eso, si no sacamos a las niñas de esta zona los tratantes las empiezan a explotar desde los 8 o 9 años. Sacarlas de esta zona es una forma de cuidarlas y realmente asegurar que no sean expuestas a, como dicen los tratantes, ‘prepararlas para lo que les toca’”, describe.
Tras conocer a los chiquitos, salimos de la casa para caminar y conocer las calles donde trabajan su madres. Es un mar de hombres con distintas nacionalidades. Mujeres en la entrada de pequeños cuartos, cuya cortina no es más que un pedazo de sabana, posan para “conquistar” clientes. El idioma no es una barrera, las palabras sobran. Las miradas perdidas y vacías de las mujeres, lo dicen todo.
El refugio no es guarida para todos los niños y niñas. Algunos, de no mas de tres años, acompañan a sus mamás y juegan sobre el pavimento donde caminan los hombres que escogen a la mujer o niña con quien pasar un momento de intimidad; algo como escoger la fruta o la verdura en el mercado.
El olor era infame. La vibra indescriptible.
“A los menores, las mamás, les meten pequeñas dosis de droga cuando empiezan a llegar los clientes para que se queden dormidos y los puedan esconder debajo de la cama; lo hacen para protegerlos. La perversión de estos hombres llega a limites inimaginables. Es por eso que gran parte de nuestra labor es convencer a estas mujeres que dejen a sus hijos e hijas con nosotros. Estamos rompiendo patrones de violencia y asegurando la integridad de supervivencia para ellos y ellas. Al nacer en este mundo ya vienen expuestos a muchas cosas. Nacen con sida, nos llegan con desnutrición y las consecuencias de la droga que se les inyecta es irreversible”, narra.
No hubo que caminar más de dos calles para entender la dimensión de la problemática. El panorama es desgarrador, desolador.
El recorrido terminó en otro refugio de otra extraordinaria mujer, Sunitha, quien, al igual que Prithim, es reconocida por la organización internacional Vital Voices, tiene una casa hogar de más de 600 niños y niñas rescatados de las redes de trata. Su esposo fue asesinado por tratantes. “Aquí no hay menores que no tengan, al menos, 100 encuentros sexuales forzados”, me dijo, mientras interactuaba con un niño de apenas tres años y una chiquita de seis, cuyo rescate se había hecho la semana anterior.
El drama de la esclavitud sexual no es un tema de cifras, esas existen. Hablamos de vidas. Uno de estos niños, una de estas niñas, una de estas mujeres es demasiado. Es intolerable e inaceptable. La explotación sexual de niñas, niños y mujeres es un problema que no tiene fronteras, cuya solución es una obligación internacional.
Presidenta y cofundadora de Reinserta