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En septiembre de 2004, la Cámara de Diputados y el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, organizaron un ciclo de conferencias llamado “Gobernabilidad democrática ¿qué reforma?”, en el cual participaron varios de quienes siguen dominando la vida política e intelectual de nuestro país, dos de ellos como Presidentes de México, otros como secretarios de estado, diputados y senadores, dueños de medios de comunicación, periodistas y conductores de programas de radio y televisión, dirigentes de partidos políticos, académicos e intelectuales.
Todos los discursos que allí se hicieron cumplieron el encargo de referirse a la gobernabilidad, a sus problemas y sus posibles soluciones. Se habló del presidencialismo, del Congreso, de los partidos, los sindicatos, los medios, el federalismo, la construcción de acuerdos, las reformas institucionales y administrativas.
Andrés Manuel López Obrador, con quien tuve el honor de compartir la mesa, habló de la necesidad de respetar la división de poderes, tener equilibrios y contrapesos, evitar el autoritarismo y aceptar las diferencias políticas e ideológicas.
Fui la única que en aquel momento eligió otro camino. Dije: Se nos invitó a hablar de cuáles pensamos que deberían ser las reformas para que nuestra democracia funcione mejor. Desde mi punto de vista, eso no parte de ni apunta a cuestiones de tipo estrictamente político o rigurosamente jurídico, que sin duda son importantes, pero que dejan de lado lo principal, pues antes que otra cosa, hay que hacer que los políticos, las autoridades y los funcionarios cumplan con su deber, que consiste en atender lo que queremos y necesitamos los ciudadanos. Este debería ser el punto de partida y el punto de llegada de cualquier reforma.
Y abundé: Los ciudadanos estamos totalmente abandonados. Nadie nos escucha ni nos atiende. Tenemos que hacer colas y trámites infinitos, el transporte público es terrible, las calles no están iluminadas, no se recoge la basura. Cualquiera puede impedirnos el paso, cualquiera abre un antro o hace fiestas ruidosas, pone una oficina en un edificio residencial o un puesto de garnachas sobre la banqueta o se estaciona en triple fila . Y no hay autoridad que haga algo al respecto, que se ocupe de resolver las cosas.
Y no porque uno esté contra las protestas ni contra los antros, sino porque lo que queremos es pasar, trabajar, descansar. Y al gobierno le corresponde que podamos hacerlo: obligar a sus funcionarios y burócratas, exigir a los ciudadanos el cumplimiento de las normas, darnos seguridad, limpieza, tranquilidad. En una palabra: le corresponde gobernar.
Pero no lo hace. No proporciona los servicios, no atiende en los ministerios públicos ni en las ventanillas, no interviene para resolver conflictos entre ciudadanos que tienen necesidades y derechos incompatibles entre sí.
Concluí entonces: ¿Cuánto falta para que los automovilistas furiosos, los comerciantes establecidos, los trabajadores agotados, los ciudadanos desesperados, decidan resolver sus cuitas fuera de la ley y por encima de la autoridad, recurriendo a la violencia? ¿Y por qué no habrían de hacerlo si están sufriendo las consecuencias de situaciones que deberían resolver las instituciones y las autoridades?
Hoy, quince años después, traigo esto a colación porque ya estamos pagando por no haber hecho nada en ese sentido. Hoy los ciudadanos han decidido hacer justicia por su propia mano: linchan a los ladrones, agreden a policías y soldados que quieren imponer una ley y un orden en los que ya nadie cree, acusan y hacen juicios sumarios en las redes sociales porque no hay forma de hacer denuncias y recibir atención y debido proceso.
Se nos hizo tarde. A nadie le importó escuchar, atender y respetar a los ciudadanos y hoy a los ciudadanos no les importa respetar nada ni a nadie.
Escritora e investigadora de la UNAM