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En un artículo publicado aquí en EL UNIVERSAL hace algunas semanas, Carlos Loret de Mola se preguntó como podía ser que la popularidad de AMLO no sólo se mantenga elevada sino que incluso aumente cada vez que hace o dice cosas que, en teoría, deberían hacerla bajar. Puso ejemplos como cuando el peso se debilitaba cada día frente al dólar, cuando canceló el aeropuerto, cuando ofreció amnistía para los delincuentes o cuando el desabasto de gasolina afectó a medio país.
Su conclusión fue entonces la siguiente: que para entender este fenómeno, es necesario cambiar nuestros modos de medir y analizar porque evidentemente los parámetros tradicionales que usamos no sirven con él: “Al presidente López Obrador no le pasa lo obvio. La manera de evaluar y calcular los costos políticos es distinta”.
Sin ser un teórico de la cultura, el periodista llegó, con pura observación y deducción, a una de las conclusiones más significativas a las que han llegado los estudiosos de la conducta humana, la cual consiste en afirmar que hay distintas maneras de ver, entender y pensar el mundo, y que lo que para unos es lógico, correcto o justo, para otros no lo es e incluso puede ser lo contrario. Y que eso no solamente sucede en diferentes culturas o en distintos países sino incluso dentro de un mismo territorio, en una misma nación.
Según la teoría, las diferencias entre valores, actitudes y preferencias son resultado de lo que aprendemos, pues uno nace en una familia que acultura de determinada manera a sus miembros, que es la misma manera del grupo social del que forma parte. Sin embargo, recientemente los científicos han descubierto que las diferencias no sólo se explican culturalmente, sino incluso genéticamente, porque al usar de manera diferente el cerebro, éste elabora herramientas distintas que dan lugar a procesos mentales y a lógicas diferentes. De modo pues, que los modos diversos de razonar son al mismo tiempo resultado de y fundamento del uso diferente del cerebro durante generaciones.
Solo entendiendo así las cosas, uno se da cuenta de que no tiene caso tratar de comprender a los violentos que andan por el país lastimando y asesinando, a quienes insultan en las redes sociales, a quienes cierran carreteras y vías del tren o dejan sin escuela a miles de niños afectando a ciudadanos que nada tienen que ver con sus demandas, a quienes golpean a sus esposas e hijos o maltratan a los animales, a quienes corren a robar gasolina en bidones y garrafones cuando se enteran de que hay una fuga o siguen fabricando cohetes a pesar de que han visto la tragedia en la que eso se puede convertir. Y uno termina por aceptar que no hay forma de que esas personas entiendan (y hagan) las cosas de otro modo.
Pero uno se da cuenta de que quienes no comprendemos esas conductas, no podemos tampoco dejar de lado nuestro modo de pensar y nuestra lógica en la que aquello siempre nos parecerán unas aberraciones.
En esta situación de incompatibilidad en los modos de ver y entender el mundo y la vida hemos vivido siempre en México, con desacuerdos muy profundos en la sociedad. Pero la manera en que el presidente López Obrador ha decidido ejercer su poder, ha hecho que estos salgan a la luz. Ejemplos contundentes son la creación de la Guardia Nacional, la conservación de las estancias infantiles, las asignaciones del presupuesto con sus prioridades y recortes y próximamente la elaboración de una constitución moral.
Hoy es evidente, como ya hemos visto, que el presidente hará lo que quiera, pues tiene carro completo entre los legisladores, pero además, y eso es lo que quiero señalar, es evidente también que aunque sus palabras y acciones pudieran estar equivocadas según los expertos en cada uno de los temas, como ha señalado Loret de Mola, de todos modos mantendrá su popularidad.
Escritora e investigadora en la UNAM