Un lector me mandó un correo electrónico diciéndome que los académicos universitarios somos privilegiados, con sueldos altísimos y montones de prebendas. No se de dónde sacó esa fantasía, porque cada centavo que cobramos es producto de la maldición bíblica: con el sudor de la frente.

Para ser investigador o profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México, y supongo que es igual en otras, hay que contar con licenciatura, maestría y doctorado, conseguidos con buenas calificaciones, serias tesis y complicados exámenes de grado frente a sinodales, amén de presentar concursos de oposición para ganar la plaza. Y una vez allí, el trabajo consiste en hacer investigación de la cual saldrán resultados que se deben publicar en libros y artículos arbitrados tanto en México como en el extranjero, dar cursos de licenciatura y posgrado, dirigir y revisar tesis, participar en cuerpos colegiados y comisiones que elaboran, dictaminan y califican, organizar y asistir a congresos, dar conferencias y participar en foros y mesas redondas, pertenecer a grupos y redes de académicos nacionales e internacionales, tomar cursos y diplomados de actualización y hacer labor de divulgación a través de libros y artículos y de presencia en los medios de comunicación.

Para asegurarse de que se cumple con esas obligaciones, se nos exige presentar informes y demostrar con documentos que lo que se afirma es cierto. Dichos informes son ante instancias diferentes, cada una de las cuales tiene sus propios tiempos y sus propios formatos para llenar, y cada una de las cuales emite su aprobación (o no) del mismo, de acuerdo a sus propias reglas y exigencias, que se suman a las exigencias generales de la universidad.

Entonces por ejemplo, si se da un curso de 16 horas, puede ser que una instancia lo considere adecuado pero otra no lo valga porque sus reglas exigen 20 horas. O si se dirige una tesis que el alumno quiere hacer de manera más profunda, puede ser que no se la acepte porque tardará más del tiempo del que su escuela o facultad acepta. O si se manda un texto a una publicación indexada, puede suceder que el dictamen, que tarda varios meses, no sea favorable y no lo pueda publicar. O si en el camino de la investigación se encuentra algo inesperado y el resultado final no es como el que se puso en el plan de trabajo, deberá justificarlo con largas explicaciones. Y todo ello significará impedimentos para subir de categoría o para obtener alguno de los estímulos que ofrece la propia universidad o el Sistema Nacional de Investigadores, que son la única manera de mejorar los bajos salarios, que aunque se negocien anualmente, su incremento es mínimo.

Llegada a este punto, me doy cuenta de que ya no solamente le estoy contestando al lector que me escribió, sino que le estoy hablando a mis colegas, para que se percaten de nuestra difícil situación y para que aprendan de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación a no aceptar más este modo de funcionar.

Los maestros afiliados a ese sindicato corporativo dejan de dar clases cuando les viene en gana, vandalizan edificios públicos y archivos, se instalan en plantones que duran semanas y meses, cierran vías del tren, carreteras y casetas de peaje afectando seriamente a la economía y a muchísimos ciudadanos, y de todos modos han conseguido lo que quieren.

Es hora de hacer lo mismo: exigir que no haya más concursos de oposición para conseguir plazas, que desaparezcan los informes, dictámenes y revisiones por parte de pares y comisiones, que se nos deje de presionar y exigir y evaluar y de poner cada día nuevas reglas y obligaciones y se regrese a lo que era nuestra institución hace medio siglo.

Y si eso no sucede, habrá que pasar a la acción y copiarle sus modos al magisterio. Está visto que si nos portamos suficientemente mal, seguro ganamos, como ganaron ellos. Porque así se ganan las batallas en México.


Escritora e investigadora de la UNAM

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