Sara Sefchovich

La cadena de la violencia

12/11/2017 |02:11
Redacción El Universal
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La matanza ocurrida hace unos días en una iglesia de Texas, en EU, cuando un individuo entró y disparó a diestra y siniestra asesinando a 26 personas, entre ellos niños, sin aparente motivación alguna, pone en evidencia lo que siempre han dicho quienes estudian el fenómeno de la violencia: que ella va creciendo cuando no se la ataja desde el principio.

Cuando un pequeño golpea a su hermana, cuando un señor arranca un árbol porque quiere estacionar allí su auto, cuando alguien le gritonea o insulta a una sirvienta, a un policía, a un portero, a un vecino, y todos lo dejamos pasar porque al fin son solamente golpes infantiles, solamente árboles, solamente palabras, estamos permitiendo que se forme la cadena de la violencia, o como decía el cineasta Ingmar Bergman, que se incube el huevo de la serpiente.

Porque ¿acaso no fueron niños los que torturaron salvajemente a un perro en Colima y lo subieron satisfechos a YouTube, niños los que insultaron, golpearon y le orinaron encima a una niña indígena en una escuela de la Ciudad de México, niños los que asesinaron a un compañero aventándolo contra la pared en una escuela en Tamaulipas? “Pobrecitos, son niños, no saben lo que hacen —nos dicen— son incapaces de discernir entre lo bueno y lo malo”.

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Pero eso no es cierto. Ya nos lo han mostrado y explicado quienes estudian la violencia: se puede ser niño o adulto, joven o viejo, hombre o mujer, blanco o negro y ser violento.

Lo más terrible que nos han explicado es que la violencia se aprende, no se nace con ella. ¿Dónde aprendieron los niños asesinos de Ciudad Victoria? ¿Dónde aprendió el niño que con un machete le cortó la cara a un perro en Tabasco? ¿Dónde aprendieron los asaltantes de un camión de pasajeros que luego de dispararle a un hombre que viajaba pacíficamente en él y de violar a su esposa, los aventaron por la puerta estando en movimiento?

Pero, además, también nos han explicado que cuando alguien actúa de manera violenta y ve que no pasa nada, entonces repite las acciones violentas. Así lo dijo hace unos años un cura de Michoacán: “Nos acostumbramos a callar, a solapar. Y eso provocó que fuera creciendo. Todos nos equivocamos”.

Y no sólo incrementa sus acciones violentas, sino que las va haciendo cada vez más crueles, porque el “otro” deja de ser visto como un humano (o como un ser vivo o “sintiente” como dicen los budistas) y pasa a ser un objeto vacío con el que puede hacer lo que le venga en gana. Y éste “es uno de los aspectos centrales en la transformación de personas comunes y corrientes en perpetradoras del mal”, afirma Philip Zimbardo.

El asesino de Texas era uno de esos niños que torturaban animales, uno de esos adolescentes que insultaba a las mujeres, uno de esos militares que vuelven de una guerra y, como escribí en este mismo espacio en el año 2002, relatando la historia que me mandó una lectora, traen la guerra a casa y maltratan a la esposa y a los hijos, y como no pasa nada, como nadie se atreve a detenerlos, lo incrementan cada vez.

Por eso tienen razón las feministas cuando dicen que la violencia, y no solamente la de los golpes y las agresiones físicas, sino también la verbal y la psicológica, debe detenerse desde que se manifiesta la primera vez.

El problema es cómo hacerlo. Ni las personas le dan importancia, ni lo denuncian.

Y ni las autoridades le dan importancia, ni lo atienden. Hasta que es demasiado tarde, como sucede en España con la violencia doméstica y en EU con las matanzas en escuelas y sitios públicos.

En México las madres de los violentos dicen siempre “mi hijo es bueno”. Allí está la abuela del torturador de los presos en la cárcel de Neza Bordo asegurando que “tenía carácter atrabancado”, pero no es mala persona.

Por eso es que seguimos en la violencia. Y por eso no saldremos pronto de ella.

Escritora e investigadora en la
UNAM. sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com