La semana pasada hablé aquí del sufrimiento de las personas que perdieron seres queridos en el temblor.

Lo hice mencionando algunas historias de personas a las que conocí o de sus parientes y amigos a los que conozco.

Esto, con la idea de mostrar que hay también otra manera de recoger lo que sucede, que no pasa ni por las estadísticas y los números, ni por la historia y las leyes, ni por las palabras de los funcionarios y los reproches de los involucrados, sino directamente por el sufrimiento de las personas concretas, con nombre y apellido, con rostro.

Es lo mismo que sucede cuando hablamos de la violencia en nuestro país. Una cosa son los datos oficiales de desaparecidos, asesinados, violadas, extorsionados, y otra es cuando escuchamos a quienes relatan lo que viven día a día en Sinaloa, Tamaulipas, Guerrero, Morelos, Estado de México, Veracruz o lo que cuentan sus parientes y amigos.

Y sin embargo, la pregunta permanece: ¿Realmente los podemos entender? ¿Es posible entender el sufrimiento de los otros?

La escritora Rosa Beltrán dice que sí. Al presentar un libro sobre el hambre dijo: “Nos hace experimentar el hambre como hambre”.

Pero Sigmund Freud dice que no, que lo real siempre seguirá siendo incognoscible y según Fernando Escalante Gonzalbo, ninguna explicación, por realista que sea, reproduce con exactitud la experiencia.

Dicho de otro modo: que el que no tiene hambre no puede sentir lo que siente el hambriento. El que no ha sido golpeado, torturado, violado, no puede sentir lo que siente quien sí lo ha sido. El que no ha vivido una guerra, un exilio, un temblor, la pérdida de un ser querido, no puede saber lo que sienten quienes sí. Se puede sentir empatía, pero no se puede experimentar el sufrimiento ajeno como propio.

¿Sirve de algo entonces hacer el esfuerzo que hacen cronistas, periodistas, poetas y novelistas, músicos, pintores, fotógrafos y cineastas por transmitir el dolor, la tristeza, la pena?

Sí sirve.

Y por 2 razones: la primera, porque contar el sufrimiento hace conscientes a los demás, a quienes no lo viven, de lo que está sucediendo y aunque no les afecte de manera directa, muchas veces los obliga a actuar, a exigir, a no dejar pasar esas cosas.

Por eso en este espacio he hablado de los bebés muertos en un hospital, de los niños bajo los escombros por el temblor, de la exposición de fotografía de quienes cruzan el Mediterráneo huyendo de sus países en guerra, de los centroamericanos que cruzan a nuestro país, de quienes tienen que abandonar sus pueblos asolados por la violencia, de quienes buscan a sus seres queridos por todas partes.

La segunda razón, es porque el sicoanálisis nos ha enseñado que la palabra es importante para la curación. El mismo Freud que piensa que no es posible transmitirle al otro la experiencia vivida, construyó toda una teoría, y demostró con su práctica, que es posible paliar el dolor hablando, contándole a alguien lo vivido.

Y por eso es tan importante estar allí para escuchar a quienes sufren. Es lo que hizo Elena Poniatowska con los estudiantes después de la represión de 1968 en Tlatelolco y con las costureras que sobrevivieron a los temblores de 1985. Es lo que ha hecho la premio Nobel de Literatura Svetlana Alexievich con quienes vivieron durante el estalinismo y la segunda guerra mundial en la Unión Soviética y con quienes vivieron el derrumbe del socialismo. Es lo que ha hecho Martin Caparrós con quienes tienen hambre en África. Es lo que hacen los periodistas a los que asesinan en México por contar sobre el narco.

De modo pues, que recoger las voces de los que sufren se hace para que se sepa lo que sucede (y quizá poder ayudar a que no suceda) y también para expresar el sufrimiento a través de la palabra. En ambos casos es para tratar de ayudar a reparar, que tristemente es lo único que podemos hacer.

Escritora e investigadora en la
UNAM sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com

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