Sara Sefchovich

El pasado idílico

21/07/2019 |00:21
Redacción El Universal
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La semana pasada, a raíz del tema del que he venido hablando sobre el apoyo del Estado a la cultura, dije que en este gobierno parecería ser que las únicas culturas a las se va a apoyar (dicen que ya lo están haciendo) son las de los pueblos originarios.

Lo que hoy llamamos así, antes se llamaban indios, porque cuando llegaron los conquistadores a la tierra recién descubierta le llamaron “Las Indias”, y por lo tanto a sus habitantes “indios”, sin hacer distinciones ni étnicas ni culturales entre los muchos y muy diversos grupos.

Así y todo, el término se sigue utilizando para designar lo que Víctor M. Toledo llama “el sector descendiente de la matriz mesoamericana”, es decir, aquellos grupos que a pesar de que tienen características antropomórficas, culturales y lingüísticas diferentes, tienen, como afirmó Guillermo Bonfil, “un proceso civilizatorio único que les otorga una unidad básica más allá de sus diferencias y peculiaridades”. Ese consiste, según Jean Piel, en ciertos modos de producción, agrícola, minera y artesanal y ciertos rasgos generales de su identidad cultural como la religión, la estructura de la vida comunitaria y la relación con el trabajo y con la naturaleza, lo cual según Alfredo López Austin, les da “una peculiar manera de concebir al mundo y de obrar en él”.

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A lo largo de la historia de México no siempre se pensó bien de los indios. Dependiendo la época y las modas ideológicas, algunas veces se los culpó de nuestro retraso y otras, como hoy, se les alaba y considera nuestra esencia y fundamento.

Cuando los españoles llegaron con sus armas y sus enfermedades, destruyeron a las civilizaciones y culturas que encontraron. “Nada quedó a salvo, todo fue sometido a un proceso de desintegración y desvalorización implacable” escribió Enrique Florescano.

Esa desvalorización perduró hasta después de la Revolución de principios del siglo XX, cuando se empezaría a considerar que “el indio tiene cualidades y elementos de positivo valor” como escribió Moisés Sáenz y por eso Manuel Gamio propuso conocerlos.

Hoy, un siglo después, ya se les considera “la raíz más honda del ser histórico del país” y se les confieren atributos como la sabiduría, el conocimiento de la tierra, la profunda unidad entre el hombre y la naturaleza y lo sagrado y lo profano, y más todavía, se dice que son los que tienen “un verdadero proyecto civilizatorio.” Según Evo Morales, “la cultura de la vida está representada por los pueblos indígenas y la cultura de la muerte está representada por Occidente. En los países occidentales todo es individualismo y egoísmo mientras que en las comunidades campesinas e indígenas todo es solidaridad y reciprocidad”.

Esto es, por supuesto, una mitificación. Pero debido a ella, se ha puesto de moda decir que debemos volver a los modos de vida de los pueblos originarios. Pero esto deja de lado dos cosas importantes: una, que hoy no sería posible vivir con esos modos de producir y consumir, porque el mundo ha cambiado y se requieren otras herramientas y maneras de actuar. Y dos, que México es una nación multicultural en la que habitan diferentes grupos étnicos y culturas diversas, todas las cuales forman parte del nosotros colectivo.

De modo pues, que es absurdo pretender echar para atrás la rueda de la historia para volver a un ayer supuestamente mejor, como lo es también pretender que solo esas culturas nos constituyen.

Pero lo que sí podemos y debemos hacer, es conseguir que esos pueblos originarios salgan de su abyecta pobreza. Porque nos estamos portando como los criollos del siglo XVIII, que por la necesidad de forjarse una identidad y de encontrarse unas raíces, establecieron un discurso según el cual los indios eran el pasado grandioso al que se reivindicaba, sin que ello afectara para nada al hecho real y concreto de que a los indios vivos se los maltrataba, explotaba y humillaba.


Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx