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Si revisamos nuestra historia, veremos que desde siempre a los mexicanos no les interesa lo que sucede fuera de su país. La corona española nos mantuvo aislados, nada ni nadie podía llegar sin permiso a la Nueva España, las noticias llegaban muy retrasadas y con dificultad se filtraban libros e ideas.
Por eso Octavio Paz escribió que “mientras el Renacimiento abría las mentes europeas a una reinterpretación de la cultura antigua y los hombres cambiaban los arneses de acero por vestiduras de seda y conocían las delicias del arte y mientras la Reforma ponía en jaque a la institución eclesiástica”, los españoles “se cierran y encierran a sus mejores espíritus en las jaulas conceptuales de la neoescolástica, aferrándose a modos de pensamiento según los cuales las verdades teológicas y filosóficas, jurídicas y retóricas ya estaban resueltas de manera definitiva”.
Este aislamiento fue tan brutal, que en pleno siglo XVIII un viajero preguntó a sus anfitriones criollos algo sobre Europa y la respuesta lo dejó patidifuso: de Europa sabían de Madrid por el Rey, de Roma por el Papa, y de París por la moda. Y de lo demás, ni enterados.
Así que mientras en Inglaterra, Holanda y Francia bullían nuevas ideas (se escuchaban propuestas para limitar el poder de los monarcas, se hablaba de la soberanía del pueblo y se apelaba a la razón "para exorcizar las sombras, dispersiones y rupturas de la realidad política, religiosa y natural" como escribió Valverde), España se aferraba a ser el imperio anacrónico de Europa. ¡En el siglo de Galileo y Newton, de Descartes, Kepler, Pascal y Leibnitz, sólo veía herejías por doquier y castigaba con la muerte a quienes se atrevían a asomarse por alguna rendija a los nuevos pensamientos!
En el siglo XIX, mientras en Europa había idealistas que querían que la moral fuera el fundamento del gobierno, socialistas que pretendían mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, luchadores por el sufragio universal, soñadores con utopías y falansterios, y mientras Darwin explicaba la evolución, Marx fustigaba al capitalismo y Nietzche hablaba de la muerte de Dios, aquí, en el México ya independiente, se escuchó poco de eso porque el país estaba ocupado en sus guerras civiles y tratando de aprender a gobernarse. Y porque el cambio político no había alterado la mentalidad ni la estructura social coloniales.
En el siglo XX, si bien ya fue imposible evitar la entrada de las noticias, ideas y costumbres del ancho mundo, eso no significó que le interesaran a los ciudadanos. Adoptaron ciertos modos de la cultura y los hábitos de consumo de los países ricos, primero de Francia y después de Estados Unidos, pero las noticias nacionales ocuparon y ocupan hasta hoy los lugares centrales de los diarios y noticieros.
Dos presidentes de la segunda mitad del siglo se aventuraron a salir al mundo: Adolfo López Mateos apodado por eso “López Paseos” y Luis Echeverría que se llevaba aviones cargados de periodistas, funcionarios, intelectuales, bailarines folclóricos y cocineras con todo y las que echaban las tortillas.
Pero la verdad es que siempre hemos estado y seguimos estando tan encerrados y cerrados sobre nosotros mismos, que el mundo se puede caer y seguimos como si nada. Así fue durante los conflictos étnicos en el este de Europa y durante las guerras civiles y las hambrunas en África, cuando sucedió la crisis financiera en Argentina y cuando un tsunami devastó el sur de Asia.
Esto viene hoy a cuento para entender que la negativa del presidente López Obrador de asistir a la reunión del G 20 que se lleva a cabo estos días en Japón, tiene un largo sustrato histórico. De hecho, él ya lo había advertido desde que estuvo en campaña y dijo que no consideraba necesario viajar al extranjero, pues en su opinión “la mejor política exterior es la política interior”.
No sé si es la actitud correcta. Pero es la que es y con ella vivimos.
Escritora e investigadora en la UNAM