Usted ha dicho que no va a ser primera dama ni a ocupar cargo público durante la administración de su marido (si es electo presidente, por supuesto, aunque esto ya lo da usted por seguro). La razón que da para ello es que no hay mujeres de primera y de segunda (algo que, por cierto, ya habían dicho dos anteriores primeras damas: Amalia Solórzano de Cárdenas y Esther Zuno de Echeverría), pero el título no tiene que ver con una categoría social, sino con el acompañamiento al título del marido, quien será el primer magistrado de la nación.

La feminista estadounidense Germanine Greer piensa que hay que abolir a las primeras damas. Su argumento va en dos sentidos: lo dice por ellas y por nosotros.

En cuanto a lo primero, porque la existencia misma de una persona cuyo único papel en la vida consiste en acompañar a otro y en trabajar para él se opone a la concepción de igualdad y de salario por trabajo por la que hace mucho tiempo luchan las mujeres. Por eso la autora piensa que ya es hora de liberar a esas personas de la esclavitud de las sonrisas, los trajes sastre de colores discretos, las visitas a las guarderías y los abrazos a inválidos, de terminar con el mito de la buena esposa que apoya al marido contra viento y marea y también con el mito de la familia ejemplar. Y en cuanto a lo segundo, pues ya es hora de liberarnos a los ciudadanos de la obligación de cargar con una mujer y una familia por el hecho de que sean la esposa y los hijos o hermanos o suegros o padres del presidente: “La elevación de la esposa no elegida de un líder democráticamente electo constituye una burla de los procesos democráticos mismos”, dice Greer.

Sin embargo, aunque los argumentos feministas son impecables, eso no significa que estemos de acuerdo con ellos.

En primer lugar, porque usted no va a poder librarse de participar como esposa en algunas actividades públicas de su marido. De hecho ya lo está haciendo con su presencia y discursos en mítines y reuniones, algunos con él y otros en su representación. Y porque tendrá que acompañarlo en actos diversos que tienen que ver con protocolo y visitantes extranjeros, pero también con asuntos que requieren apoyo específico como los de salud, educación o desastres naturales que puedan ocurrir durante el sexenio. Ese ha sido el trabajo tradicional de las esposas de los presidentes y los mexicanos lo esperamos y nos molestamos con aquellas que no lo hacen. Y es que, si bien son quehaceres no marcados ni definidos por ninguna ley sino sólo por los usos y costumbres, éstos son fuertes.

Y a esto me refiero: en un país como el nuestro, con tantas carencias y necesidades, hay que aprovechar todos los brazos y cerebros que se pueda para ayudar a resolverlas o al menos a paliarlas.

Las esposas de los mandatarios tienen una cercanía con el poder que puede resultar útil para lograr mejoras. Por ejemplo, en un caso como el suyo, lo propuesto por su marido es evidente que no se va a resolver de un día para otro, entonces las acciones de asistencia social seguirán siendo importantes antes de que (ojalá) dejen de ser necesarias. Y ese es un espacio privilegiado para trabajar y no se le debería abandonar como se hizo en este sexenio.

Eso sí, estaría bien que se le diera al papel la definición de tareas, límites precisos y asesoría, pues las políticas públicas ya no son asunto de voluntad individual ni de buenas intenciones sino de conocimientos. Pero tener una mujer como usted, no solo “leída y escrebida” como decía Daniel Cosío Villegas, sino que se anuncia como miembro del Sistema Nacional de Investigadores (aunque jamás dice cuál es la universidad de su adscripción), sin duda será un plus para el país.

Por lo anterior, le pido que reconsidere su posición y de ganar su esposo la Presidencia, participe en las tareas que él se ha propuesto, que son las tareas de primera dama.

Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com

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