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¿Cuántas veces hemos oído que quien no conoce la historia está condenado a repetirla? En la época del autoritarismo, antes de la transición democrática, el Colegio Electoral de la Cámara de Diputados tenía ante sí un problema: el Partido Popular Socialista había alcanzado menos votos de los requeridos para tener derecho a contar con diputados de partido. La reforma electoral de 1963 —netamente mexicana decía la iniciativa— había buscado que los partidos de oposición llegaran a la Cámara, pero uno de los partidos comparsa —el PPS— no había alcanzado el número de votos necesario. No importaba, la decisión política estaba tomada: apelando al espíritu de la reforma se dejaría a un lado la ley para que el partido tuviera cinco legisladores.
La historia se repite con otros actores en 2018. Época en la que se supone vivimos la consolidación democrática. El Bronco no alcanzó el nivel de apoyos ciudadanos exigidos por la ley. No sólo eso, presentó firmas simuladas, duplicadas, inexistentes, en fotocopias, incluso de ciudadanos muertos. Pero lo central es que NO alcanzó el número de firmas. Al día de hoy, no sabemos si las 16,653 firmas que el Tribunal le obsequió son falsas o verdaderas. Pero eso no importó. Lo importante era subir al Bronco para quitarle votos a la oposición. La reacción ha sido tan intensa en contra que El Bronco se convirtió en pony.
La sentencia parte de una falacia monumental: no se respetó la garantía de audiencia, después de once verificaciones y una general. Doce veces. Doce. No conozco un procedimiento que tenga igual número de posibilidades de revisión. Por otro lado, si el problema es que no se sabe si 16 mil firmas son válidas o no, los efectos de la sentencia debieron ser: o el tribunal asume en plenitud de jurisdicción el análisis de las 16 mil firmas o le ordena al INE que las verifique. Pero no las da por buenas sin saber si lo son. Vergüenza de magistrada y magistrados, velando por su futuro político en lugar de por la legitimidad de su institución.
La mayoría explica su sentencia bajo la premisa del garantismo y el papel de un juez constitucional. Otra falacia, que lo único que demuestra es ignorancia. El garantismo implica la maximización de derechos humanos, pero dentro del marco normativo. En todo caso, de advertirse algún vicio del ordenamiento, es tarea del juez o del jurista realizar una crítica al derecho vigente, o determinar la inaplicación de la norma. Eso no se hizo en la sentencia. Por otro lado, un juez constitucional no sólo protege derechos humanos, también materializa los principios constitucionales, esos que olvidaron: independencia, imparcialidad, certeza, objetividad, legalidad. Lo cierto es que pretenden justificar una decisión política que a todas luces no se tomó en Carlota Armero 5000. ¿Cuándo entenderá este gobierno que México no es el Estado de México, y que no se puede tratar a la máxima autoridad jurisdiccional en la materia como si fueran sus subordinados?
El problema radica en el diseño constitucional. Los magistrados electorales no gozan de la inamovilidad judicial como el resto de sus pares. Concluyen mandatos, cortos o medianos y deben volver a sus espacios, al menos que concursen para un cargo similar o superior. Esto hace que muchos magistrados apuesten sus carreras a tener buena relación con el gobierno, para poder subir de nivel, particularmente cuando se aproxima una vacante, como será el sitial del ministro José Ramón Cossío al concluir noviembre de 2018.
La historia recuerda con sorna el caso del colegio electoral de la época del autoritarismo. Gajes de los tiempos. ¿Cómo recordará la sentencia en la que una mayoría de magistrados, por sus intereses personales, decidió envilecer el trabajo de siete salas de un tribunal que algún día, no muy lejano, fue timbre de orgullo del Derecho en México? La mayoría de integrantes de la Sala Superior, en lugar de asumir el papel de árbitro, aceptaron el de porrista.
Académico UNAM