En no pocas especies animales, incluidos los mamíferos, entre los que nos contamos los seres humanos, la relación entre padres e hijos es fundamental para el desarrollo de los individuos. Este tipo de comportamiento es una característica especial en animales sociales y es conocido como cuidado parental, aunque cabe decir que es la madre quién en la enorme mayoría de los casos se dedica a ello de forma solitaria (existen especies donde se da el cuidado biparental, como es el caso de diversas especies de aves).
Ya a mediados de los años 60 los experimentos del psicólogo norteamericano Harry Harlow —terribles por el sufrimiento que causaba a sus objetos de estudio— demostraron los efectos negativos del aislamiento en el comportamiento de monos que fueron privados de cualquier contacto social durante su primer año de vida. Lo que quedaba evidenciado cuando, al ser reintegrados a la vida en grupo, estos ejemplares experimentaban un estado de shock y se les observaba abrazándose a sí mismos y meciéndose hacia atrás y adelante, evitando interactuar con otros sujetos e, inclusive, negándose a ingerir alimentos. Aunque el daño psicológico sufrido por estos monos fue severo, no se obtuvo ninguna evidencia (porque tampoco se buscaba) de que existiera un cambio fisiológico y mucho menos a nivel molecular como consecuencia de la crianza en aislamiento.
Sin embargo, estudios posteriores mostraron que, de hecho, la cantidad de contacto que reciben las crías de mamíferos afecta procesos moleculares que intervienen en la expresión de los genes (epigenética). En ratones, por ejemplo, se realizaron experimentos en los se privó a las crías de los cuidados que normalmente provee la madre, encontrando que las crías de ratón aisladas presentan alteraciones en el comportamiento, diferencias químicas en algunos genes y mayores niveles de estrés y ansiedad, respecto a las crías que sí son atendidas por sus madres.
Para el caso de los humanos, destaca un estudio reciente realizado en la Universidad de British Columbia (Epigenetic correlates of neonatal contact in humans), en el que se pidió a los padres de 94 infantes que registraran la cantidad de contacto social y atención que daban a sus niños, así como su comportamiento, durante cuatro años y medio a partir de las cinco semanas de nacimiento. Al finalizar este periodo, los investigadores analizaron muestras del material genético de los niños y encontraron diferencias en la metilación del ADN de los niños que, por las evidencias recabadas, parecía estar directamente relacionado con la cantidad de atención y contacto social que estos recibieron. Aunque aún no es claro el significado biológico de los cambios observados a nivel molecular en los niños de este estudio, ni mucho menos cuáles son las implicaciones que esto pueda tener, por ejemplo, a nivel de su desarrollo emocional o intelectual futuro, lo que este estudio muestra es algo que se deberá seguir estudiando para entender a profundidad el impacto biológico de las interacciones sociales y su papel en el desarrollo de los individuos y de la construcción de la identidad personal.
Ahora bien, cabe señalar que lo verdaderamente esclarecedor de este tipo de experimentos es que proporcionan elementos para creer que las experiencias afectivas pueden tener un impacto en la manera en la que se expresan los genes en un determinado individuo, es decir que lo que sentimos los seres con capacidades emocionales (o seres sintientes) como los humanos afecta directamente a nuestra biología, lo que abre toda una nueva forma de comprender y estudiar los fenómenos sociales.
Coordinadora de Proyectos Académicos
Especiales, Secretaría General, UNAM