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Para hacer frente a la pobreza hace falta generar riqueza. No hay de otra. Es obvio, pero no se ve así en las políticas públicas actuales. Porque no cualquier crecimiento económico funciona. En los últimos 25 años el Producto Interno Bruto se duplicó. Y la pobreza permaneció ligeramente arriba de 50% como estaba en 1992.
La vía productiva frente a la pobreza son las empresas sociales. Son empresas rentables y muchas de ellas exportan. Y son propiedad de quienes trabajan en ellas o de pequeños productores que se asocian para comercializar y para generar valor agregado.
Tienen diversas formas legales de asociación, además de las cooperativas. Pueden asociarse con empresas privadas, como lo está promoviendo recientemente la Fundación del Empresariado Mexicano (FUNDEMEX) con el apoyo de la Universidad Iberoamericana (UIA). Tienen poco apoyo público, pero subsisten y crecen.
Jesús Campos, director del Centro Internacional de Economía Social y Solidaria de la UIA explica “Son empresas con potencial de generar riqueza permanente integrando cadenas productivas y generando valor agregado. Cuentan con esquemas de distribución equitativa del ingreso, de reinversión de utilidades e impacto en el desarrollo regional sostenible. Han ido conformando grupos empresariales, donde las personas trabajadoras participan en la propiedad, en el valor agregado, en el gobierno corporativo y, en la medida de lo posible, en la gestión empresarial. Prioritariamente se integran con personas en pobreza y vulnerabilidad.”
Las primeras y más fuertes empresas sociales de productores indígenas y campesinos de Oaxaca, Chiapas y Puebla fueron pioneras y hoy todavía son las principales exportadoras de café orgánico.
Las cooperativas y las diversas formas de asociación han surgido por diversas vías. Muchas de ellas por la promoción de agentes de la iglesia comprometida con la opción por los pobres.
Por ejemplo, la Unión de Comunidades Indígenas de la Región Istmo (UCIRI) es pionera. Fue impulsada desde principios de los 80 por el P. Francisco Vanderhoff y el Obispo Arturo Lona. Hoy forma parte de una asociación mayor: la Coordinadora Estatal de Productores de Café de Oaxaca (CEPCO).
Algo similar sucedió en Chiapas donde florecen la Federación de Indígenas Ecologistas de Chiapas (FIECH), Majomut, CAPELTIC y muchas más, o en la sierra Norte de Puebla con grupos empresariales como Tosepan y Masehual Xicaualis. Otras surgieron de luchas sindicales que convirtieron empresas privadas en cooperativas como la Pascual y Tradoc.
En México el sector de la economía social es ignorado. Padece obstáculos legales. Pese a que desde 2004 se aprobó la Ley de la Economía Social y Solidaria, el sector tiene muy poco apoyo público.
El Instituto Nacional de Economía Social (Inaes) es débil y sobretodo gestiona apoyos clientelares. La Sagarpa, el Inadem y Nafin tienen poca incidencia. Sólo en el gobierno federal hay más de 20 miniprogramas, fragmentados, dispersos en varias dependencias. En su mayoría siguen criterios burocráticos. Muchos canalizan subsidios “a fondo perdido” socavando el desarrollo productivo de las empresas sociales.
Las empresas sociales requieren financiamiento, crédito pero sobretodo inversión de capital de riesgo. Deben ser fomentadas, pero no pueden ser “fabricadas” por decisión burocrática. Requieren madurar para consolidar los principios cooperativos. Ya ocupan nichos de mercado que pueden ser impulsados.
El empoderamiento económico de pequeños productores, indígenas y campesinos es sustancial para hacer frente a la pobreza rural, por la única vía sostenible: la generación de riqueza que sí llegue a quienes la producen. Eso debe estar en la agenda de prioridades del nuevo gobierno, con visión económica y de futuro.
Consultor internacional en programas
sociales. @rghermosillo