La decisión de enfrentar el robo de combustible merece todo el apoyo. El gobierno debe actuar en todos los frentes para acabar con las condiciones que permiten esta forma de crimen organizado.
Después de la tragedia de Tlahuelilpan, Hidalgo, el presidente López Obrador anunció la aplicación de los nuevos programas sociales en los municipios que recorre el ducto Tuxpan-CDMX. Esto como una de las medidas —de carácter social— para hacer frente al huachicoleo.
La intuición es correcta, pero la instrumentación podría no ser la mejor.
La intuición es correcta, al menos en dos sentidos. Primero, porque una de las causas del crecimiento de este fenómeno, y de otros relacionados con el crimen organizado, es la ausencia de Estado y peor aún, su incapacidad.
Y en segundo lugar, porque esta actividad económica tiene un componente de respaldo social. Una parte significativa de la población participa en la cadena del robo de combustibles. La imagen de mujeres y niños protegiendo a los huachicoleros en Puebla hace dos años, es muy elocuente.
Sin embargo, de entrada hay que aclarar una confusión conceptual que puede derivar en graves problemas en la práctica.
La pobreza no es la causa del huachicol. Sería muy riesgoso criminalizar la pobreza. Me explico.
La falta de oportunidades, la desigualdad económica y las necesidades insatisfechas sí están entre las causas de crecimiento de la base social del crimen organizado. Eso es indudable.
Pero la pobreza —técnicamente definida— es una condición de precariedad máxima: carecer de ingreso suficiente para lo más básico. Lo cual no forzosamente es la situación de muchos que participan en esta situación. Y tampoco de esa región.
Los grupos criminales generan fuentes de ingreso. Los pagos a “vigías”, transportistas, almacenistas, vendedores, guardias y otros participantes de esta actividad económica ilegal, como empleados, se convierten en fuentes de respaldo y atracción de sectores de la población. A lo que se suma, la amenaza vital a quienes se niegan a colaborar.
Para evitar que la gente se sume a estas acciones, se requiere generar otras oportunidades de ingreso, suficiente y digno. Y tener medios mucho más serios y eficaces para la protección de la seguridad de quienes no quieran entrarle, así como disuasivos para elevar su “costo”.
Los programas sociales parten del diagnóstico sobre la pobreza y las carencias sociales más básicas, por lo que difícilmente pueden competir con empleos “bien remunerados” provenientes del crimen organizado.
Los ingresos derivados de actividades ilegales como el huachicol son sustancialmente más altos, que los 3 mil 600 pesos que se otorgarán a jóvenes que entren a capacitarse en empresas y centros de trabajo. Y por supuesto, mucho más de los casi mil 300 que recibirán los mayores de 68 años o las personas con discapacidad.
Estos nuevos programas son muy relevantes en el contexto de carencias que viven millones de personas. Las becas por ejemplo, pueden contribuir a la permanencia de jóvenes en la escuela, a su continuidad a educación superior, o con “Jóvenes Construyendo el Futuro”, podrían ayudar a mejorar su empleabilidad.
Para confrontar el respaldo social al huachicol se necesita mucho mas que programas sociales: la generación de oportunidades de ingreso suficiente y la presencia del Estado, con todas sus herramientas preventivas y también con toda su capacidad disuasiva y de sanción. Dicho en síntesis y bajo riesgo de simplificar: Puede lograrse mucho más con una política de recuperación de los salarios y de crecimiento incluyente, así como con una policía de proximidad con inteligencia y capacidad operativa.
Cuidemos que los programas sociales cumplan con su objetivo. Y sobre todo evitemos criminalizar la pobreza.
Consultor internacional en programas
sociales. @rghermosillo