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En su origen la teoría clásica de la división de poderes es más una búsqueda conceptual que una experiencia histórica. Cuando el declive de los regímenes monárquicos, se pretendió gradualmente la supremacía del Legislativo pero conservando sus atributos esenciales al Poder Ejecutivo y reservándole un ámbito de autonomía al Judicial. La ecuación era aparentemente simple: al Legislativo le correspondía dictar las leyes, al Ejecutivo cumplirlas y al Judicial decidir sobre su aplicación. Para mantener el sistema de pesos y contrapesos se volvía indispensable que ninguno invadiera las funciones del otro. Cualquier colusión entre ellos o la supeditación de uno hacia los demás alteraría ese equilibrio. En ese sentido el Presidente Electo de México, Andrés Manuel López Obrador, ha sido enfático durante su visita a la Suprema Corte de Justicia, al afirmar que no encabezará el “Poder de los poderes” y será “muy respetuoso del Legislativo y del Judicial, pero sí va a haber mucha colaboración”.
No obstante en un régimen democrático el órgano creador y reformador del Estado es el Poder Legislativo —ya sea en su versión constituyente u ordinaria—. En la Constitución de 1814, primera de la Nación Mexicana, el único Poder Supremo era el responsable de hacer las leyes y todos los demás derivaban de éste, al punto que el Ejecutivo estaba compuesto por un triunvirato. A la Corte se le consideraba también un poder del Estado, de carácter preeminentemente representativo, más que togado o aforado. En la Carta de 1824, sus integrantes eran propuestos por las legislaturas de los estados, quedando a cargo de la Cámara de Diputados el cómputo para la mayoría absoluta. La Carta de Reformas de 1847 estableció que los ministros de la Corte serían electos por sufragio directo, lo que no se vio regulado por los tropiezos del sistema republicano.
En 1857 se determinó que la elección de los ministros sería igual que la del Ejecutivo federal: sufragio universal en primer grado —de ahí la indiscutible legitimidad de Benito Juárez—. Según el texto original de 1917, los ministros eran designados por el Congreso con base en las propuestas de las Legislaturas de los estados, por mayoría calificada y quórum calificado. En todos los casos fue evidente el carácter federalista de la institución que permitía a los abogados de las provincias integrar en su totalidad a la Suprema Corte. No fue sino hasta 1928, dentro del paquete de reformas autoritarias del general Álvaro Obregón, que se suprimió la inamovilidad de los ministros y se asignó al Ejecutivo la exclusividad de las propuestas. Así, al paso de las jubilaciones se iban distribuyendo los ministros designados por cada sexenio, como concreción del pacto postrevolucionario. La inspiración tecnocrática de Ernesto Zedillo lo llevó a renovar la Corte con una nueva ola de designados, reduciendo su número de 21 a 11 —mientras menos ministros, más emolumentos—, a quienes se les atribuyó además las facultades de Tribunal Constitucional y otorgándoseles la competencia de la acción de inconstitucionalidad. Eso no significa de modo alguno que los ministros de la SCJN estén exentos de sus deberes y limitaciones como Poder del Estado.
La disminución de sus remuneraciones planteada en el Programa de Austeridad Republicana del nuevo gobierno no debiera causar escozor. El artículo en que se escudan defensores pecuniarios de los ministros de la Corte es aplicable desde 1857 en su artículo 120 a “El Presidente de la República, los individuos de la Suprema Corte de Justicia, los diputados, y demás funcionarios públicos de la Federación de nombramiento popular, recibirán una compensación por sus servicios, que será determinada por la ley y pagada por el tesoro federal. Esta compensación no es renunciable, y la ley que la aumente ó la disminuya, no podrá tener efecto durante el periodo en que un funcionario ejerce el cargo”; lo que de modo alguno se contrapone al tope dispuesto por el artículo 127 de la Constitución vigente que establece como remuneración máxima la del Presidente de la República. O todos coludos, o todos rabones.
Comisionado para la reforma
política de la Ciudad de México