El constituyente de 1814 definió la columna vertebral de la República en la siguiente frase: “la instrucción, como necesaria a todos los ciudadanos, debe ser favorecida por la sociedad con todo su poder”. Asumió que la educación no es sólo una función institucional ni una tarea profesional. Es la responsabilidad global de la sociedad consigo misma. Como decía el Nigromante: “un esfuerzo comparable a la creación de una religión civil”, una creencia profunda de la población en la capacidad de transformarse. Como se estableció en el Plan de Educación de 1977: un conjunto de compromisos nacionales, prioritarios e indeclinables.
A pesar de las acciones del Estado mexicano emprendidas en distintas épocas, esa tarea fundamental ha carecido de cantidad, calidad y continuidad. La Ley de Instrucción Pública —obligatoria, laica y gratuita— de 1861, promovida por Benito Juárez, vino a cumplirse más de cien años después, gracias a un esfuerzo acumulativo que culminó don Jaime Torres Bodet. La obligatoriedad de la educación secundaria se consagró constitucionalmente en 1992 —aunque la propuse formalmente 15 años antes— y en 2012 —siendo yo diputado— la de la educación media superior, aunque tuvimos que conceder un transitorio por el que no se hace exigible sino hasta 2022. Los avances obtenidos son insuficientes a la luz de las enormes diferencias entre regiones y poblados, y por otra parte del avance vertiginoso de la tecnología.
En la actualidad, 1 millón 136 mil menores no cuentan con acceso a la educación formal. Más de 2.5 millones de niñas, niños y adolescentes tienen que trabajar prematuramente. Lo más grave es la cantidad de analfabetas, la cual ha permanecido intacta en una década: cerca de seis millones de mexicanos mayores de 15 años no saben leer ni escribir. La educación básica es sumamente deficiente —lastrada por “escuelas incompletas”— y la deserción escolar junto con el rechazo educativo por falta de cupo, han dejado a la intemperie a una franja considerable de la juventud. Este es el problema más profundo que enfrenta el país. No puede ser resuelto en 100 días, pero requiere una dedicación política indeclinable.
El actual gobierno ha enfatizado que la 4T implica un nuevo consenso sobre el rumbo del país. El núcleo central de ese proyecto transformador es la educación en todos sus niveles, modalidades y alcances. Pienso en una concentración temporal del esfuerzo educativo —Estado, sociedad y economía— a fin de generar una política intensiva que garantice el rescate de una generación y con ello de las subsecuentes.
Hoy se discute nuevamente una reforma orientada a replantear la tarea educativa como el primer deber de la sociedad. He insistido que cualquier modificación al artículo tercero constitucional debe priorizar la educación inicial a partir del nacimiento y hasta los seis años, contemplar la universalización de la educación superior y garantizar el derecho al aprendizaje durante toda la vida.
Resulta indispensable la creación de comunidades educativas con la participación activa de los padres de familia, los educandos y los docentes. Esto es la democratización del proceso educativo. La revalorización profesional y social del maestro, la evaluación diagnóstica, integral y no punitiva como instrumento de gestión, el impulso a la innovación pedagógica y el concurso de todos los actores de la sociedad son indispensables para la construcción de una genuina educación nacional.
El general Cárdenas, en su Plan Sexenal de 1933, propuso “un sistema educativo regido por el gobierno y el pueblo, encauzado hacia las clases campesinas y obreras, vinculado con sus problemas, necesidades y aspiraciones y acorde con los progresos de la técnica para la socialización de la riqueza”. La inversión en “capital humano” ha sido —a partir del pensamiento ilustrado del siglo XVIII— la principal apuesta de las naciones para garantizar su progreso.
Presidente de la Cámara de Diputados