Morelos

“¿Qué edad tenía yo? Dieciséis años. Él tenía 40”, dice Joaquina, tras buscar en su memoria los números exactos.

Ella tiene hoy 84 años y experimentó a través de la voz de uno de los protagonistas de la Revolución la fuerza de las balas, la hambruna, la muerte y la victoria del movimiento zapatista. Con palabras recias relata lo que sus ojos negros y opalinos no vieron en la rebelión porque aún no había nacido.

Sin dudar recrea escenas de guerra que conoce porque su esposo se las describió, mientras ella molcajeteaba chile en sus 20 años de matrimonio y revivía la memoria de su veterano.

Desde el lugar donde conoció a su esposo, en Higuerón, Morelos, Joaquina cuenta que él fue zapatista, peleó en la toma de Chilpancingo, en el asalto de Cuernavaca y en 17 batallas más como soldado raso del Ejército Libertador del Sur. “Don Emiliano Zapata estaba destinado a luchar por las tierras y la libertad de la nación”, dice Joaquina alzando la mano como dibujando su figura en el presente.

Doroteo Flores Adame era el nombre de su esposo. Se retiró de las armas en 1919, cuando “enfermó de la vista”, lo confirma su constancia de veterano de la Revolución, expedida por la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) en 1972. Frente a su familia, cinco hijos y varios nietos, Joaquina asegura que de seguir vivo, su esposo “seguro tomaría las armas y se encomendaría a Dios para traer paz. Ser revolucionario, pues, es luchar por la paz. Defender los derechos unos a otros. Así es”, dice.

Memoria de una guerra

Joaquina Sequeira es una de las 12 viudas de la Revolución —de un total de 36— que habitan en el estado de Morelos, de acuerdo con los registros del Apoyo Económico a Viudas de Veteranos de la Revolución Mexicana, y que forman parte del Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF). El resto de ellas viven en ocho estados más: cinco en la Ciudad de México, seis en Guerrero, cuatro en Michoacán, una en Puebla, otras tres más en San Luis Potosí, Tamaulipas y Tlaxcala, y cinco en Veracruz.

Hubo dos grandes oleadas para el reconocimiento de los veteranos y sus familias, primero en 1950 y luego en 1972, años en los que se pactó la entrega de 10 mil pesos en dos pagos. Hoy en día la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) administra ese dinero y da 6 mil pesos cada semestre.

Inés Ramírez estuvo casada con Manuel Martínez Castro, gracias a ello también recibe pensión desde 1981, cuando él murió. Se casó hace mucho tiempo. No recuerda cuándo, pero luego de que una de sus hijas, Sara, le acerca una foto de su papá, en la que Manuel lleva un rifle en las dos manos y unas carrilleras puestas, Inés lo mira y después de varios minutos dice: “¿Es Manuel Martínez Castro? Andaba contento trabajando lejos”. Comienza a reír. Cuando se le pregunta por Zapata dice que una vez conoció uno, pero que no lo recuerda bien.

Édgar Castro Zapata, bisnieto del general Emiliano Zapata, conoció a Inés a los ocho años de edad, cuando acompañaba a su abuelo, Mateo Emiliano Zapata, a pasarle la pensión a los veteranos y las viudas de la Revolución.

En esa época él tenía una pesadilla que se repetía constantemente: que no le saliera bigote. Pero también soñaba con seguir los pasos de su abuelo. Hoy, al frente del Instituto Pro Veteranos de la Revolución del Sur y con un bigote digno de un Zapata, se encarga de darles la pensión a las mujeres de los zapatistas. “Las viudas de la Revolución son mujeres muy longevas. Algunas, la mayoría, se casaron muy jóvenes con los veteranos por el hecho de que las casaban sus padres”, explica.

La gente que lo ve por las calles de Cuautla lo saluda y a veces, de banqueta a banqueta, le gritan: “¡Eh, Zapata!”. Algunos dicen que sí se parece al general, pero murmuran que hay otro familiar que se parece más. Con cierta desilusión, Édgar Castro Zapata confiesa que es cierto, tenía un tío de nombre Emiliano Zapata Salazar, quien era muy parecido. Quizá los éxitos más grandes de Édgar es haber callado los rumores de que ya no habían viudas de la Revolución en el sexenio pasado y conseguir que el gobierno de Morelos les diera una ayuda extra a las mujeres: 800 pesos mensuales desde 2011.

Para el bisnieto de Zapata tener contacto con “testigos de la Revolución” y tratarlas dignamente es lo más importante de su labor. “Lo que las distingue es el rango de edades, aproximadamente son de 16 a 20 años, con veteranos de 40 a 60 años”, destaca.

Las últimas viudas de la Revolución
Las últimas viudas de la Revolución

Más que esposas, lo natural

Cuando Enriqueta Leyva caminaba de la mano con el revolucionario Constantino Jaime López, le preguntaban que si ella era su hija o su esposa. Él tenía casi 40; ella, 17. Estuvieron casados por más de tres décadas.

Algo similar le tocó vivir a la viuda del general brigadier Julián González Guadarrama, Gudencia Valle; el veterano fue más un segundo padre para ella que su esposo. Lo conoció cuando era muy joven, huérfana y en tiempos en que reclamaba las tierras que en otro tiempo fueron de su familia en Xochitepec.

Sobre la diferencia de edad que había entre los revolucionarios y sus esposas, la historiadora Josefina Mac Gregor explica: “Teniendo en cuenta que Porfirio Díaz se casó a los 55 años con una joven de 16, pero además, su primera esposa era su sobrina [hija de su hermana], todo ello se ve como natural. Los hombres en ese tiempo quedaban viudos al tener a sus hijos”.

En el movimiento zapatista la mujer fue muy importante. No sólo cumplía la función de dar alimento y ayudar a los heridos, la Revolución fue el único conflicto bélico que tiene mujeres combatientes, con armas e incluso con grados de coronel o general, como Amalia Robles.

En el año 2000 se tenían registradas 149 viudas de la Revolución; dos años después, en 2002, murió el último veterano zapatista registrado. Enriqueta Leyva, quien antes viajaba desde Puente de Ixtla, Morelos, con algunas de las viudas de la zona a Cuautla para recoger su pensión, cuenta: “Doña Magu, Julita y doña Félix ya murieron. Íbamos las tres a cobrar a Cuernavaca. Ya nomás quedo yo en Puente Ixtla”. Conoció a su marido, recuerda, cuando él ya era grande: “Andaba ‘chupando’, con las mujeres. Ya de viejito se juntó conmigo y empezó a sembrar”.

Lo que sabe de la Revolución es que la pasaron mal. A Constantino se lo llevaron a la fuerza cuando tenía 11 años. “Me agarraba del vestido de mi mamá, me daba miedo pues”.

Las causas de entrada a la Revolución son irregulares, comenta Mac Gregor: “El caso más conocido es el de Lázaro Cárdenas, quien se incorporó con 16 años. Después de que su padre murió, él trabajó como impresor y le tocó hacer un manifiesto revolucionario en contra del gobierno de Victoriano Huerta, cuando entraron las tropas federales a Juquilpan, Michoacán.

“Ante la probable aprehensión se une. Por temporadas y en distintas partes del país podría llegar el ejército liberal o de un bando y arrasa con lo que tiene la gente, entonces hay un momento donde prefieren incorporarse al combate a seguir sufriendo eso. En esa época no había adolescencia”, afirma.

La esperanza de vida era muy baja. Se calcula que en 1910 se vivía en promedio 31 años. Había algunos viejos, como todo el gabinete de Porfirio Díaz, y morían muchos niños. La mortandad femenina era alta, morían al parir con frencuencia. “Por eso, a pesar de que los soldados no mueren en combate, las esposas sí. Y ellos se volvían a casar. Hay una renovación de esposas. No por divorcio, sino por la muerte”, explica.

Un estudio demográfico explica que entre 1910 y 1921 desaparecieron en México un millón y medio de personas, unos murieron, otros se fueron a EU y algunos no lograron nacer. Se calcula que la población en México en 1910 era de 15 millones; es decir, en 10 años 10% de la población desapareció.

Doña Eustolia se esconde detrás de sus manos. No quiere ser fotografiada. Su hijo Carlos cuenta que tiene que esconder las fotos que tiene de la boda de su madre porque si las encuentra las rompe. Ella tenía 59 años cuando su esposo murió de 92. Dice que no recuerda ya nada y sólo cubre su cara. Carlos, ahora de 50 años, cuenta que su padre siempre les contaba historias de la Revolución. Que no tenían qué comer ni armas, que se escondían en las montañas, que llegaron a beber orines de caballo, así como agua de lluvia encharcada. A Eustolia ya no le interesa la Revolución, pero a su hijo parece fascinarle: “Cómo me hubiera gustado vivir en esos años para luchar por nuestro país”.

Joaquina va más allá, mientras sus manos por segundos simulan armas: “Ya están volviendo los tiempos de antes, ¿verdad? Pero no hay ahorita un luchador que pelee por la paz, por la patria. Muchos muertos, las cosas más caras. Se matan unos a otros”, dice.

A más de 100 años de distancia, con tres generaciones en medio, los zapatistas recuerdan en familia la época en que a los 13 años ya eras un hombre, en la que morir por arma era morir por la patria. Enriqueta recarga su cuerpo con calma en una silla y dice: “A lo mejor va a venir otra revolución, no sé si la vea yo”.

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