San Luis, Argentina

Abraham Wiebe y Juan Bergen, que visten vaqueros jardineros y cachuchas al estilo menonita, se abren paso entre los matorrales y los arbustos. Despejan cuidadosamente las ramas espinosas de un arbolito para dar paso a un ingeniero agrónomo que viene con ellos. Aunque no tienen brújula ni mapa, se detienen en un sitio y le dicen al ingeniero: “Es aquí”.

A primera vista, este es un punto cualquiera en medio de la infinita llanura pampeana. Pero el ingeniero, que sí tiene brújula y GPS, anota las coordenadas. Aquí, algún día no tan lejano, habrá una calle. Por ahora sólo hay maleza, y en el camino de regreso hacia la camioneta embarrada Wiebe avisa que es una zona de pumas. “¿Y qué hacemos si viene uno?”, pregunta el ingeniero. “Pues, le sacamos una foto”, dice Wiebe, y se ríe.

Un año y medio atrás, Wiebe estaba muy lejos de que un puma se cruzara en su camino: llevaba una vida rutinaria y era el gerente general de una empresa con 70 empleados llamada Lácteos Menonitas de Chihuahua, ubicada en ese estado norteño de México.

Pero dejó el cargo, el aire acondicionado y hasta el país en el que vivía, México, porque en Argentina, donde ahora radica, estaba el sustrato donde sus hijos podrían echar nuevas raíces. Aquí, en la provincia de San Luis, a más de ocho mil kilómetros del sitio que solían llamar hogar, Wiebe y otras 240 personas han fundado una colonia menonita.

La historia comenzó cuando un puñado de hombres de la colonia Santa Rita, cercana a Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, comprendieron que en México no había futuro para sus hijos. “No había campo de temporal disponible, aunque sí de riego, pero se secaban los pozos”, dice Wiebe un rato después del paseo, en su casa, junto a su mujer, Edith, y a sus ocho hijos (otros dos se han quedado en México). Él es uno de los pocos colonos que habla un español fluido; los demás usan una forma antigua del alemán, el bajo alemán.

Hasta aquí, a 22 kilómetros del pueblo más cercano (Nueva Galia, de mil 353 habitantes), llegaron desde México para salvar sus tradiciones. “Allá la gente cuando no tiene empleo ni campos se va a buscar trabajo a la ciudad”, dice.

La violencia también tuvo su parte. “Entre la colonia Santa Rita y la de Ojo de la Yegua hay un cruce donde se visten como policías, pero sabemos que son del narcotráfico y miran quién entra y quién sale”, añade. “A nosotros siempre nos dejaban en paz, pero algún día se pueden soltar y sin querer por ahí las balas pueden irse para cualquier lado”.

Aquí reina la paz: el sol no ha caído del todo y la cena —enchiladas de carne y sopa— está servida. Es tarea de las mujeres preparar la comida y poner los platos. Luego de orar brevemente y en silencio, todos comen.

Viajar sin hacer tango…

Wiebe y sus compañeros conocían poco de este país. Todavía hoy, él no sabe quién es Diego Armando Maradona ni qué es el tango, mucho menos quién fue Carlos Gardel, pero tenía en claro que Argentina, un país agropecuario y ganadero, podía ofrecer buenas tierras. En 2012, junto a unos pocos compañeros, comenzó a buscarlas por internet. Se contactó con vendedores y con martilleros, y en noviembre de ese año viajó junto con otros cinco integrantes de la comunidad menonita para conocer los terrenos.

“Vimos que Argentina estaba poco poblada y que era mucho más grande que México”, cuenta. Dos años después compraron el campo El Tupá, de 9 mil 400 hectáreas: es la actual colonia menonita El Tupá, actualmente habitada por 38 familias.

La colonización agrícola argentina —una apuesta liberal para poblar con inmigración europea los extensos campos vacíos— se dio entre 1860 y 1920. En 1908, Arturo Reynal O’ Connor, un escritor de las élites, publicó el libro Paseos por las colonias. “En medio de la inmensidad del campo se destaca, como antes el gaucho en la pampa, la colosal figura del colono”, anotó.

Pero cuando los menonitas mexicanos llegaron a El Tupá, hacía tiempo que Argentina no veía una odisea como ésta.

Los enviados de Dios

Los menonitas mexicanos vinieron con el beneplácito de los Rodríguez Saa, un dúo de hermanos (Alberto y Adolfo) que ha gobernado la provincia de San Luis desde 1983 y que les recomendaron que busquen tierras en el sur de la provincia, donde son más baratas. Una hectárea puede costar unos 10 mil pesos, equivalentes a 659 dólares. Cuando por fin se instalaron, el entonces gobernador, Claudio Poggi —un colaborador de los Rodríguez Saa—, los fue a visitar y les dio la bienvenida en un pequeño acto.

En los primeros días, los menonitas trabajaban haciendo quesos, soldando tranqueras y armando muebles de madera. Al gobernador, sorprendido por su laboriosidad, no le costó aceptar un pedido que ellos le hicieron para tender una línea eléctrica hacia el interior de la colonia.

“Donde viven había una sola persona, una sola camioneta y una sola casa, y hoy hay más de 20 viviendas y gente trabajanado: fue como que Dios nos envió algo para que la zona se volviera más productiva”, dice el intendente de Nueva Galia, Sergio Moreyra. “Le dieron a la zona un impulso económico por el combustible de los vehículos y el movimiento de los campos”.

Cosecha en tierra fértil

Un sábado por la noche, en un salón escolar de paredes de ladrillo que hace las veces de centro cívico e incluso de iglesia, 30 de estos hombres se han reunido para discutir problemas apremiantes: han trabajado toda la semana e incluso este día, pero aun así hablan rápidamente, se responden, se preguntan, hacen bromas. En dos horas sólo dicen cuatro palabras en español: bueno, limpieza, migraciones y trámite.

Wiebe y Bergen, los dos jefes de la colonia, presiden la reunión y los habitantes discuten sobre la urgencia de desmalezar terrenos, financiar la construcción de una nueva escuela, apurar la demora de los funcionarios de la oficina de migraciones y evitar incendios forestales.

Por ahora, los menonitas han sembrado maíz en verano y trigo en invierno. La cosecha fue de entre 2 mil y 7 mil kilos por hectárea. En México nunca habían tenido una de 7 mil kilos en campo de temporal y sin fertilizante. A lo sumo, 5 mil y con fertilizante. En Argentina, el mito de la potencia laboral menonita se ha hecho realidad en poco tiempo. También el del pampeano suelo fértil.

Juan Bergen cosecha maíz en sus 200 hectáreas. Se despierta a las seis de la mañana y trabaja todo el día sin parar. Se ocupa también de sus 40 vaquillas, y va a la ciudad para hacer los trámites de la colonia en el gobierno, en la Secretaría de Medio Ambiente y en la oficina de Migraciones. “Los argentinos se han portado bien con nosotros, nos recibieron muy bien y se siente uno acá con mucho ánimo”, dice.

A los 55 años, Bergen tiene nueve hijos y 39 nietos. Sus bisabuelos llegaron a México desde Canadá. Sus ancestros, a Canadá desde Rusia. Los ancestros de sus ancestros, a Rusia desde Alemania. “Para nosotros migrar ya es más fácil porque las comunicaciones están más avanzadas”, dice en un alto en el trabajo, mientras muerde una kuchen dulce que amasó su mujer. “Pero mis bisabuelos lo hicieron y yo también lo quise hacer para dar un futuro a mi familia”.

En una pared de su casa cuelga una antigua lámina enmarcada donde se lee, en alemán: “Vater unser, der Du bist im Himmel, geheiliget werde Dein Name”. Es el pasaje de Mateo 6:9, donde Jesús enseña a orar a sus discípulos: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre”. Aquí las casas son funcionales y ascéticas: los colonos las han construido —con paredes de ladrillo, vigas de madera y cobertura de durlock— y ha pasado tan poco tiempo que ninguna está completa. Por eso casi no tienen decoración, más allá de algunos calendarios colgados, pero la lámina de Bergen es una excepción. “En una Navidad mi papá nos los dio a mí y a mis 10 hermanos para orar siempre a Dios”, dice. “Y Dios nos acompañó”.

El ciclo bíblico

El domingo, que es el único día de descanso, empieza a las nueve de la mañana con una misa en el salón de la escuela. Los menonitas todavía no han construido una iglesia, aunque la llegada de nuevos inmigrantes los lleva a pensar que pronto van a necesitar una. La misa comienza con un coro de colonos que lee la Biblia y entona los versículos en una suerte de canto gregoriano germánico. Juan Bergen está en el coro, y también uno de los hijos de Wiebe. Todos visten traje oscuro, sin corbata. Las mujeres, sentadas al otro lado del pasillo, van de negro desde los pies hasta la cabeza. En la lectura litúrgica, la energía del canto hace que la escuela-iglesia vibre como si estuviera a punto de despegar.

Cuando el coro calla, entran dos obispos de la colonia. Ellos también siembran la tierra. Visten de negro, con altas botas jineteras y camisas de cuello mao. Dietrich Blatz, un hombre alto con una prolija cabellera gris, pronuncia su sermón de dos horas. No dice una palabra en español, pero su voz es cadenciosa y suave. De repente, es como si no existiera otra cosa más que los colonos, Cristo y el maíz. Un triángulo perfecto.

Dos horas dura la misa. Al almuerzo en familia le sigue una siesta. Mañana, bíblicamente, el ciclo menonita volverá a comenzar en tierra argentina.

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